La viejita avanzó a paso lento. Entre sus manos arrugadas
llevaba un cuenco con polenta. “Es todo lo que tengo”, dijo. Y se lo entregó Víctor Acebo, maestro de ceremonias. A éste se le estrujó el corazón.
Hay 355 días en el año en el que Alberdi, tradicional barrio
de la ciudad de Córdoba, le teme a la inseguridad. Sus habitantes cierran sus
puertas para que no entren extraños. Todo se guarda. Todo se espía. Todo se
sospecha.
Pero existe otro día, los primeros de agosto de cada año, en
que las puertas se abren de par en par. La calle de Enfermera Clermont al 100
se llena de visitantes que llegan para rendirle culto a la Pachamama, la divinidad
más potente de la idiosincrasia aborigen de nuestro país. Durante ese día todo
se comparte. Todo se entrega. Porque la naturaleza es generosa y en el mundo de
la Madre Tierra
hay lugar de sobra.
Las ofrendas de la viejita fueron depositadas en el lienzo
con otras demás ofrendas. Cigarrillos, cerveza, vino, legumbres, pimientos,
ajíes, naranjas y mandarinas. Tortas de manzana, chicha de maní, papas, ocas y
chuña. En un paño dispuesto en el suelo se amontonaron los alimentos. A la
derecha, el pozo en la tierra donde se depositarán las ofrendas.
“El humo sana” dijo Acebo. El maestro de ceremonias
encendió el fuego en un cuenco de barro. Metió papel, cigarrillo y hojas de
coca. Avivó las llamas con alcohol. Una coplera recitó sus estrofas, tocando
rítmico el tambor. Por más que el evento era multitudinario, reinaba un
silencio cargado de emoción.
Algo tiene el fuego que no sé bien qué es. Algo que te
remonta a tus ancestros. Que despierta como en alarma el código escrito en tus
genes primitivos. En tus antepasados que bailaban alrededor de un fogón. O en
aquellos que tras vagar por el desierto se sentaban rodeando una fogata para
contar historias.
Pero además tiene un no se qué de reparador. Por algo se usa
para quemar cartas y fotos de viejos amores. El fuego arde lo que el agua sana.
Qué sería de las brujas sin sus hogueras. De los chamanes sin sus ofrendas. De
los reyes sin sus chimeneas.
Aquella tarde en barrio Alberdi, el brasero levantó una
humareda de la que nadie intentó zafar. “El humo sana”, repitió el hombre.
El culto a la
Pachamama se realiza todos los primeros de agosto en
Argentina y países vecinos como Bolivia y Perú. Se cava un pozo en la tierra y
se entregan las ofrendas, junto con una intención. A diferencia de lo que
comúnmente se piensa, Pachamama no es sólo tierra. También es agua, aire, mar,
estrellas y vegetación. En una palabra, naturaleza en estado puro.
Durante las celebraciones, los fieles le dan de comer.
También de beber (cerveza, vino o chicha) y de fumar. Son tantos y tan diversos
los alimentos que los devotos arrojan al pozo que cuesta creer que la
naturaleza sea tan productiva. Mucho más de lo que se ve en las góndolas de los
supermercados.
Las semillas tienen un papel importante en la celebración.
También se arrojan a la tierra pero con un concepto diferente: para nuestros
aborígenes la muerte no significa fin. Uno siempre vuelve en forma de semilla.
Fueron más de trescientas las personas que aquella tarde se
acercaron a rendirle culto a la Madre
Tierra. Compungidos, se los vio pedir intenciones. Trabajo y
fertilidad, lo que más se escuchó.
Un momento de silencio pidió el maestro de celebración. Recordó
el nombre de doña Vicenta Villarreal, la viejita del barrio que falleció
dejando sus 12 hijos para que recuerden su nombre. Alguien gritó “jallalla”
(triunfaremos, en quechua) y todo el mundo lo siguió. Cerca de las seis se tapó
el pocito. Víctor Acebo se despidió: “Los que han venido esta
tarde, han firmado un cheque en blanco para la Pacha”.
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