Un cardenal da vueltas endiablado en el patio de Jorge Cervetto.
Como si la mismísima Salamanca le haya robado el corazón. Como si fuera que ha
visto el “almamula”, el ánima que vaga por los montes de Añatuya en forma de estrella fugaz.
En una jaula blanca de apenas treinta centímetros al cuadrado, el pájaro de
cresta colorada sacude sus alas como si se desprendiera del día.
En este patio de barrio Los Lagos, en La Banda, el cardenal se
desespera. No es su canto el que predomina en el lugar. Es el de los músicos
que han traído guitarra, bombo y violín. Aquellos que cantan zambas y
chacareras mientras se pasan el mate, los criollos y las hojas de coca.
| Fotografías: Gentileza Sebastián Spurio |
En la casa de Jorge Cervetto (alias “El Gato”) ya no cabe un
alfiler. Dos carpas se amontonan en el fondo del patio y otras tres, en la
cochera. Peregrinos de la zamba han llegado desde sitios remotos del país.
Algunos desde Córdoba. Otros desde Firmat y San Jorge, provincia de Santa Fe.
Todos para asistir al cumpleaños más famoso de Santiago: el de la abuela María
Luisa Carabajal.
No sentir
sino el azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo. Hombres que cuando
cantan cierran los ojos para evocar los recuerdos más profundos de su memoria.
Horas antes de caer en el patio de El Gato, por recomendación de
unos amigos, le habíamos hecho honor a la siesta santiagueña durmiendo en la
plaza principal de la capital. Aquella que mira hacia el río Dulce, y que los
sábados por la tarde se llena de parejas que trotan sincronizadas.
Un camión regador pasó mojando la tierra. Aunque nos esquivó,
logró despertarnos. El sol de la tarde ya calentaba la piel. Decidimos cargar
los bártulos para conseguir alojamiento.
Era la primera vez que veíamos el Puente Carretero: a ese que uno
de los nietos de la abuela María Luisa le dedicó una canción. La estructura
está sostenida por unos triángulos de hierro anaranjado que le quitan toda
identidad. Ni bien uno cruza en auto el río Dulce, que divide Santiago con La
Banda, un olor a azahar penetra a través de la ventanilla.
Enseguida se ven multitudes. Hombres, mujeres; niños y viejos. Los
primeros, de alpargata y bombacha de gaucho. No importa si la temperatura es de
40 grados a la sombra. Las reglas de la galantería obligan a usar boina de
lana.
En la calle Ingeniero Iturbe 236, de barrio Los Lagos, El Gato nos
espera en la puerta: “Si ustedes están felices, yo estoy feliz”, dice con una
sonrisa de oreja a oreja. Y unos ojos azules penetrantes que le dan la excusa
de su apodo.
En
Santiago, la muerte no significa fin. La abuela puede no estar transitando este
mundo terrenal. Pero sigue presente en las noches. Cuando alguno de sus nietos
hable con ella para pedirle un consejo. Y por las calles, cuando su imagen
aparezca estampada en los carteles. Con esa mirada de quien no le debe nada a
nadie.
Cualquier despistado podrá entrar a la casa preguntando por María
Luisa. Y entonces gentilmente se le dirá que la mujer dejó de existir el 10 de
agosto de 1993. El forastero preguntará si es ella la del cumpleaños. Y
entonces se le dirá: “Si claro, festejamos igual”.
El patio de la casa de la abuela es como el patio de cualquier
casa en Santiago: piso de tierra y asador. Los cumpleaños de la abuela son como
cualquier cumpleaños en Santiago: tablones de madera, empanadas y vino. Canto
hasta el amanecer. La diferencia es que la figura central del evento ya no
transita este mundo terrenal.
María Luisa nació un 15 de agosto en Clodomira. Tuvo 12 hijos e
infinidad de nietos, entre los que se destacan los famosos cantautores Cuti y
Roberto Carabajal. Al cumplir ella los 50, le organizaron un buen festejo. Y
fue tan exitoso que, a medida en que pasó el tiempo, fue haciéndose cada vez
más masivo.
La casa les quedó chica: cortaron la calle. El barrio les quedó
chico: pidieron a los amigos (entre ellos, El Gato), que prestaran el patio para
recibir a los forasteros. Hoy la entrada es absolutamente gratuita. Al igual
que la mayoría de los eventos que se realizan el fin de semana largo de
agosto. Durante tres noches se corta la calle. Artistas locales tocan y bailan
en el escenario central. El que no baila, bebe. Y el que bebe cuenta historias
de ánimas y demonios. Hablan del almamula, la novia blanca, Kakuy o Salamanca.
En
Santiago, el nacimiento no significa principio. Hay quienes vuelven a nacer
después de entregar su alma al diablo. O, mejor dicho, a la Salamanca. Se
internan en el monte con los instrumentos. Cavan un pozo y le dedican una
canción. Hasta el día de hoy se escuchan esas melodías. Por más que se hayan tocado
muchos años atrás.
El fuego está siempre encendido. El asador que Roque Rueda tiene
en su casa –ubicada a 12 kilómetros de La Banda– se encuentra siempre listo para cuando
el hambre aceche. Basta que uno de sus invitados sienta el despertar del
instinto para que el hombre saque su facón con cubierta de cuero. Entonces
cortará un pedazo de pollo o lechón y lo acompañará con vino.
Aquel domingo 17 de agosto, Roque conmemoró su cumpleaños número 58. Aunque en la familia no sobraba el clima festivo. El 3 de abril del año pasado, Antonia del Valle Bustos de Rueda (más conocida como "la mama") había dejado de existir. Su casa había sido siempre el epicentro de las celebraciones. Pero sus cuatro hijos –Graciela, Raúl, Miguel y Roque– decidieron buscar otro lugar.
El patio de María Antonia consistía de cuatro lotes. Dos algarrobos, dos mistoles y una tusca daban una sombra sin igual. Siempre activa, siempre joven es como Rubén (hijo de Roque) recordaba a su abuela. Como si fuera una leyenda de una propaganda new age. “Hasta hace poco tiempo, la veías hachando en el monte. Con sus cabras y sus ovejitas”.
Las llagan aún no cicatrizan. Por eso
decidieron festejar en lo de Roque. Igual que en el patio de la abuela
Carabajal, se extendieron los tablones de madera y las sillas plegables. Las
mujeres se encargaron del hojaldre con dulce de leche. Los hombres, de la
bebida.
Aquel domingo 17 de agosto, Roque conmemoró su cumpleaños número 58. Aunque en la familia no sobraba el clima festivo. El 3 de abril del año pasado, Antonia del Valle Bustos de Rueda (más conocida como "la mama") había dejado de existir. Su casa había sido siempre el epicentro de las celebraciones. Pero sus cuatro hijos –Graciela, Raúl, Miguel y Roque– decidieron buscar otro lugar.
El patio de María Antonia consistía de cuatro lotes. Dos algarrobos, dos mistoles y una tusca daban una sombra sin igual. Siempre activa, siempre joven es como Rubén (hijo de Roque) recordaba a su abuela. Como si fuera una leyenda de una propaganda new age. “Hasta hace poco tiempo, la veías hachando en el monte. Con sus cabras y sus ovejitas”.
El sábado por la noche, Roque encendió el fuego. Y al mediodía del
día siguiente, los invitados comenzaron a llegar. Algunos elementos me resultaban familiares: bailarines que levantan
polvaderal en el piso de tierra. Músicos con guitarra, bombo y violín. Y hasta
ese momento, algo que me había pasado inadvertido: el rol protagónico de las
abuelas en cada composición familiar.
¿Se puede
zapatear tanto la tierra hasta levantar polvaderal? ¿Se puede agitar tanto los
pañuelos hasta desatar el viento? ¿Se puede ser más feliz?
La tarde nos encuentra en el patio del Indio Froilán, el extenso
espacio que este lutier de bombos tiene en el norte de la ciudad de Santiago.
Durante el fin de semana largo de agosto, también se llena de asistentes.
En el camino que conduce al patio del Indio, un complejo de dúplex
llama la atención. Están rodeados de una tapia pintada de color naranja. Con
rombos y guardas un poco cutres. Las casitas llevan la misma decoración.
Más tarde me enteraría que allí viven 22 familias de la comunidad
aucajkuna del pueblo Tonocoté. Todas tenían sus casitas en Boca de Tigre, un
terreno que se extendía más allá del patio del Indio Froilán. Pero fueron
desalojados en agosto del año pasado, después de que el ex gobernador Gerardo
Zamora impulsara una ley que les expropiaba sus tierras. Ellos resistieron,
pero el Estado avanzó igual.
Hoy quedaron destinados a estos dúplex, que son como guetos, y
recuerdan a las ciudades barrios de la provincia de Córdoba. Del bosque nativo,
no quedó ni mu.
Pero en el patio del Indio nadie parece advertir inequidades.
Todos bailan una chaya riojana con cara de buena gente. Están tan felices que
no imagino sean otra cosa que excelentes personas.
La noche del domingo nos despedimos de La Banda en la Fiesta de
los Violineros. La que todos los años tiene lugar en el Club Ciclista Olímpico.
Es el único por el que hay que pagar. Esa noche toca el Raly Barrionuevo. Desde
las gradas, mujeres acarician a sus maridos. Y sus maridos relojean a otras
mujeres. En el escenario, hombres lamentan sus penas con el violín. Con una
mano acarician el instrumento. Con la otra, lo castigan. En la pista, pañuelos
desafían la ley de la gravedad. Parejas se enamoran.
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