domingo, 24 de agosto de 2014

Peregrinos de la zamba

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Un cardenal da vueltas endiablado en el patio de Jorge Cervetto. Como si la mismísima Salamanca le haya robado el corazón. Como si fuera que ha visto el “almamula”, el ánima que vaga por los montes de Añatuya en forma de estrella fugaz. En una jaula blanca de apenas treinta centímetros al cuadrado, el pájaro de cresta colorada sacude sus alas como si se desprendiera del día.
En este patio de barrio Los Lagos, en La Banda, el cardenal se desespera. No es su canto el que predomina en el lugar. Es el de los músicos que han traído guitarra, bombo y violín. Aquellos que cantan zambas y chacareras mientras se pasan el mate, los criollos y las hojas de coca.
Fotografías: Gentileza Sebastián Spurio
Gustavo Fernández lleva 14 horas cantando sin parar. Aquel sábado 16 de agosto, el moreno santiagueño –de camisa roja a cuadros– ha comenzado a las nueve de la mañana. Ya son las once de la noche y aún sigue abrazado a su guitarra. No da signos de querer soltarla.
En la casa de Jorge Cervetto (alias “El Gato”) ya no cabe un alfiler. Dos carpas se amontonan en el fondo del patio y otras tres, en la cochera. Peregrinos de la zamba han llegado desde sitios remotos del país. Algunos desde Córdoba. Otros desde Firmat y San Jorge, provincia de Santa Fe. Todos para asistir al cumpleaños más famoso de Santiago: el de la abuela María Luisa Carabajal.

No sentir sino el azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo. Hombres que cuando cantan cierran los ojos para evocar los recuerdos más profundos de su memoria.

Horas antes de caer en el patio de El Gato, por recomendación de unos amigos, le habíamos hecho honor a la siesta santiagueña durmiendo en la plaza principal de la capital. Aquella que mira hacia el río Dulce, y que los sábados por la tarde se llena de parejas que trotan sincronizadas.
Un camión regador pasó mojando la tierra. Aunque nos esquivó, logró despertarnos. El sol de la tarde ya calentaba la piel. Decidimos cargar los bártulos para conseguir alojamiento.
Era la primera vez que veíamos el Puente Carretero: a ese que uno de los nietos de la abuela María Luisa le dedicó una canción. La estructura está sostenida por unos triángulos de hierro anaranjado que le quitan toda identidad. Ni bien uno cruza en auto el río Dulce, que divide Santiago con La Banda, un olor a azahar penetra a través de la ventanilla.
Enseguida se ven multitudes. Hombres, mujeres; niños y viejos. Los primeros, de alpargata y bombacha de gaucho. No importa si la temperatura es de 40 grados a la sombra. Las reglas de la galantería obligan a usar boina de lana.
En la calle Ingeniero Iturbe 236, de barrio Los Lagos, El Gato nos espera en la puerta: “Si ustedes están felices, yo estoy feliz”, dice con una sonrisa de oreja a oreja. Y unos ojos azules penetrantes que le dan la excusa de su apodo.

En Santiago, la muerte no significa fin. La abuela puede no estar transitando este mundo terrenal. Pero sigue presente en las noches. Cuando alguno de sus nietos hable con ella para pedirle un consejo. Y por las calles, cuando su imagen aparezca estampada en los carteles. Con esa mirada de quien no le debe nada a nadie.
“Qué linda la chacarera / bailada en patio de tierra / debajo de una enramada / con techo de caña hueca”. La estrofa de Agustín Carabajal se lee en el baño de la casa de la abuela. O, mejor dicho, de la estructura que se edificó en el patio, cuando la fiesta de cumpleaños fue haciéndose masiva. En las paredes de color borravino se lee “changos” y “chinitas”.
Cualquier despistado podrá entrar a la casa preguntando por María Luisa. Y entonces gentilmente se le dirá que la mujer dejó de existir el 10 de agosto de 1993. El forastero preguntará si es ella la del cumpleaños. Y entonces se le dirá: “Si claro, festejamos igual”.
El patio de la casa de la abuela es como el patio de cualquier casa en Santiago: piso de tierra y asador. Los cumpleaños de la abuela son como cualquier cumpleaños en Santiago: tablones de madera, empanadas y vino. Canto hasta el amanecer. La diferencia es que la figura central del evento ya no transita este mundo terrenal.
María Luisa nació un 15 de agosto en Clodomira. Tuvo 12 hijos e infinidad de nietos, entre los que se destacan los famosos cantautores Cuti y Roberto Carabajal. Al cumplir ella los 50, le organizaron un buen festejo. Y fue tan exitoso que, a medida en que pasó el tiempo, fue haciéndose cada vez más masivo.
La casa les quedó chica: cortaron la calle. El barrio les quedó chico: pidieron a los amigos (entre ellos, El Gato), que prestaran el patio para recibir a los forasteros. Hoy la entrada es absolutamente gratuita. Al igual que la mayoría de los eventos que se realizan el fin de semana largo de agosto. Durante tres noches se corta la calle. Artistas locales tocan y bailan en el escenario central. El que no baila, bebe. Y el que bebe cuenta historias de ánimas y demonios. Hablan del almamula, la novia blanca, Kakuy o Salamanca.

En Santiago, el nacimiento no significa principio. Hay quienes vuelven a nacer después de entregar su alma al diablo. O, mejor dicho, a la Salamanca. Se internan en el monte con los instrumentos. Cavan un pozo y le dedican una canción. Hasta el día de hoy se escuchan esas melodías. Por más que se hayan tocado muchos años atrás.

El fuego está siempre encendido. El asador que Roque Rueda tiene en su casa –ubicada a 12 kilómetros de La Banda– se encuentra siempre listo para cuando el hambre aceche. Basta que uno de sus invitados sienta el despertar del instinto para que el hombre saque su facón con cubierta de cuero. Entonces cortará un pedazo de pollo o lechón y lo acompañará con vino.
Aquel domingo 17 de agosto, Roque conmemoró su cumpleaños número 58. Aunque en la familia no sobraba el clima festivo. El 3 de abril del año pasado, Antonia del Valle Bustos de Rueda (más conocida como "la mama") había dejado de existir. Su casa había sido siempre el epicentro de las celebraciones. Pero sus cuatro hijos –Graciela, Raúl, Miguel y Roque– decidieron buscar otro lugar.
El patio de María Antonia consistía de cuatro lotes. Dos algarrobos, dos mistoles y una tusca daban una sombra sin igual. Siempre activa, siempre joven es como Rubén (hijo de Roque) recordaba a su abuela. Como si fuera una leyenda de una propaganda new age. “Hasta hace poco tiempo, la veías hachando en el monte. Con sus cabras y sus ovejitas”.

Las llagan aún no cicatrizan. Por eso decidieron festejar en lo de Roque. Igual que en el patio de la abuela Carabajal, se extendieron los tablones de madera y las sillas plegables. Las mujeres se encargaron del hojaldre con dulce de leche. Los hombres, de la bebida.
El sábado por la noche, Roque encendió el fuego. Y al mediodía del día siguiente, los invitados comenzaron a llegar. Algunos elementos me resultaban familiares: bailarines que levantan polvaderal en el piso de tierra. Músicos con guitarra, bombo y violín. Y hasta ese momento, algo que me había pasado inadvertido: el rol protagónico de las abuelas en cada composición familiar.

¿Se puede zapatear tanto la tierra hasta levantar polvaderal? ¿Se puede agitar tanto los pañuelos hasta desatar el viento? ¿Se puede ser más feliz?

La tarde nos encuentra en el patio del Indio Froilán, el extenso espacio que este lutier de bombos tiene en el norte de la ciudad de Santiago. Durante el fin de semana largo de agosto, también se llena de asistentes.
En el camino que conduce al patio del Indio, un complejo de dúplex llama la atención. Están rodeados de una tapia pintada de color naranja. Con rombos y guardas un poco cutres. Las casitas llevan la misma decoración.
Más tarde me enteraría que allí viven 22 familias de la comunidad aucajkuna del pueblo Tonocoté. Todas tenían sus casitas en Boca de Tigre, un terreno que se extendía más allá del patio del Indio Froilán. Pero fueron desalojados en agosto del año pasado, después de que el ex gobernador Gerardo Zamora impulsara una ley que les expropiaba sus tierras. Ellos resistieron, pero el Estado avanzó igual.
Hoy quedaron destinados a estos dúplex, que son como guetos, y recuerdan a las ciudades barrios de la provincia de Córdoba. Del bosque nativo, no quedó ni mu.
Pero en el patio del Indio nadie parece advertir inequidades. Todos bailan una chaya riojana con cara de buena gente. Están tan felices que no imagino sean otra cosa que excelentes personas.
La noche del domingo nos despedimos de La Banda en la Fiesta de los Violineros. La que todos los años tiene lugar en el Club Ciclista Olímpico. Es el único por el que hay que pagar. Esa noche toca el Raly Barrionuevo. Desde las gradas, mujeres acarician a sus maridos. Y sus maridos relojean a otras mujeres. En el escenario, hombres lamentan sus penas con el violín. Con una mano acarician el instrumento. Con la otra, lo castigan. En la pista, pañuelos desafían la ley de la gravedad. Parejas se enamoran.

Y hasta el día de hoy, cuando la rutina gana en ley su batalla, vuelvo a escuchar esa zamba. Los recuerdos invaden con su eco. Se resisten a dejarme ir como las ánimas se resisten a abandonar el monte.




















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