Esos son los ojos que lo han visto todo. La vida, la muerte:
las dos juntas a la vez. La mirada de Lei Yom se inyecta de sangre cada vez que
alguien le pregunta por Pol Pot, el dictador que acabó con la vida de 1,7
millón de camboyanos. Su ceño se frunce al recordar cómo su casa fue incendiada
en manos de los jemeres rojos. Su esposa pariendo, su pueblo abandonando.
Lei Yom es el director de una orquesta que ofrece música
camboyana en la entrada de un templo de Angkor, a 12 kilómetros de Siem Reap.
Dirige una organización que además ayuda a todos los ciudadanos que fueron
víctimas de Pol Pot, el “Hitler del
sudeste asiático”. El chiflado que quiso implantar, entre 1975 y 1979, un
régimen marxista en el que sólo tendrían lugar los campesinos. Intelectuales,
funcionarios, profesores: todos fueron liquidados o reclutados a trabajos
forzados en los arrozales.
En Camboya, decir 15 de abril es como decir martes 13.
Porque aquel día de 1975, las fuerzas de Pol Pot entraron a la capital Phnom
Penh custodiado por su ejército al que llamó “los jemeres rojos”. El dictador
fue muy hábil para nombrar a sus soldados. Utilizó el nombre de la nación que entre
el siglo 8 y 12 construyó la hermosa ciudadela de Angkor. En los templos
milenarios hay músicos, como Lei Yom, que encuentran un sustento a través de
sus melodías.
Pero volvamos a aquel martes 13. Nuestro personaje, el
músico, tenía por entonces 12 años cuando su ciudad fue incendiada. Su casa se
redujo a cenizas. Sus padres fueron asesinados. Cuatro de sus ocho hermanos
desaparecieron sin que nunca los pudiese encontrar.
Lejos de masticar la bronca, Lei Yom estudió composición
musical y se convirtió en maestro. Creó un grupo integrado por personas que
perdieron parte de su cuerpo en las minas. Porque no sólo fue Pol Pot el que
sembró, cultivó y cosechó el terror en Camboya. También fueron los
norteamericanos que escondieron entre ocho y diez millones de minas en todo el
territorio de la ex Kampuchea Democrática.
En la entrada de Banteay Kdei, ciudadela de Angkor
construida en el siglo 12, me entrevisté con estos músicos. Pude hablar con
ellos gracias a la ayuda de Savy Saler, un joven que vendía libros con retratos
fotográficos de las víctimas de las minas. El adolescente estaba interesado en
hacer saber los detalles de uno de los grandes genocidios del siglo 20.
La hambruna como gangrena
A diferencia del maestro Lei Yom al que la mirada se le
enciende, a Tuntak los ojos se llenan de tristeza. El percusionista del grupo
hace un esfuerzo por recordar los fatídicos años de los jemeres rojos. Sus
manos comienzan a temblar. Los surcos que la vida le dejó en el rostro se llenan
de sudor. “Pasamos mucha hambre –dice-. Un día, dos días sin comer. A veces
conseguíamos una papa o algo de arroz. La mayoría de las veces teníamos que
salir a robar”.
Tuntak tenía 14 cuando los jemeres entraron a cuidad. Lo
reclutaron para sumarse al ejército. Allí aprendió a matar en nombre de una
sociedad más equitativa y más justa. Tremendo anzuelo, ¿no?
La hermana de Tuntak, en cambio, fue obligada a trabajar en
las plantaciones de arroz. De algo tenía que vivir el régimen. La moneda dejó
de tener valor en Camboya, los bancos cerraron por orden del gobierno y el
trueque se instaló en pueblos y ciudades. Rithy Panh, autor del libro La
Eliminación, contó que su madre cambió sus últimas sábanas por un cuenco de
arroz. La hambruna se extendió como gangrena.
Sonreír, nunca más
No existe dictadura sin enemigo. Real, o inventado. Por eso
los bombardeos de Estados Unidos encajaron como anillo al dedo de Pol Pot. Cada
vez que explotaba un B 52, más devotos ganaba el régimen. Cerca del 40 por
ciento de la población fue deportada al campo, a trabajar en plantaciones de arroz.
Enero de 1979 le puso fin al genocidio. Las tropas
vietnamitas derrocaron a los jemeres rojos. Por primera vez, la rueda de la
fortuna se detuvo en la vida del percusionista Tuntak. En 1982 se casó con
quien sería la madre de sus siete hijos. Se convirtió en granjero y se fue a
vivir al campo. Pero la suerte se le escapó como arena entre las manos. En 1987
pisó una mina y se quedó sin su pierna izquierda.
Con pena y sin gloria se retiraron los jemeres de Camboya.
Pero el padecimiento continuó. Porque los yanquis siguieron bombardeando, en su
afán de acabar con el comunismo que se extendía en el Sudeste con Ho Chi Minh,
en Vietnam. Tuntak se refugió en cavernas, alternativa de resguardo
anti-explosiones que pulularon también en el vecino Laos.
Además de bombas hubo minas. Se calcula que entre ocho y
diez millones de explosivos fueron sembrados en Camboya. En todo el mundo
existen 120 millones. Cientos de mutilados piden limosnas hoy en los templos de
Angkor Wat, principal atractivo turístico del país. Otros aprendieron a tocar
un instrumento y, como Tuntak y Lei Yom, se ganan el sustento en las entradas
de las ciudadelas. No reciben subsidio del Estado, pero sí la ayuda de Hero Cambodia,
una organización no gubernamental.
Comienza a atardecer. Los músicos juntan sus instrumentos
para regresar a sus hogares. Aprovecho para hacer mi última pregunta a Tuntak,
el percusionista:
–Después de todo lo vivido, ¿le queda a usted una sed de
venganza?
–No – responde-. Aunque nunca más pude volver a sonreír.
www.herocambodia.webs.com
Rithy Panh, La Eliminación. Editorial Anagrama, 2013.
Yasuhiro Tokoro, Mines 0.
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