domingo, 3 de agosto de 2014

Melodía desencadenada

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Esos son los ojos que lo han visto todo. La vida, la muerte: las dos juntas a la vez. La mirada de Lei Yom se inyecta de sangre cada vez que alguien le pregunta por Pol Pot, el dictador que acabó con la vida de 1,7 millón de camboyanos. Su ceño se frunce al recordar cómo su casa fue incendiada en manos de los jemeres rojos. Su esposa pariendo, su pueblo abandonando.
Lei Yom es el director de una orquesta que ofrece música camboyana en la entrada de un templo de Angkor, a 12 kilómetros de Siem Reap. Dirige una organización que además ayuda a todos los ciudadanos que fueron víctimas de Pol Pot, el “Hitler del sudeste asiático”. El chiflado que quiso implantar, entre 1975 y 1979, un régimen marxista en el que sólo tendrían lugar los campesinos. Intelectuales, funcionarios, profesores: todos fueron liquidados o reclutados a trabajos forzados en los arrozales.
En Camboya, decir 15 de abril es como decir martes 13. Porque aquel día de 1975, las fuerzas de Pol Pot entraron a la capital Phnom Penh custodiado por su ejército al que llamó “los jemeres rojos”. El dictador fue muy hábil para nombrar a sus soldados. Utilizó el nombre de la nación que entre el siglo 8 y 12 construyó la hermosa ciudadela de Angkor. En los templos milenarios hay músicos, como Lei Yom, que encuentran un sustento a través de sus melodías.
Pero volvamos a aquel martes 13. Nuestro personaje, el músico, tenía por entonces 12 años cuando su ciudad fue incendiada. Su casa se redujo a cenizas. Sus padres fueron asesinados. Cuatro de sus ocho hermanos desaparecieron sin que nunca los pudiese encontrar.
Lejos de masticar la bronca, Lei Yom estudió composición musical y se convirtió en maestro. Creó un grupo integrado por personas que perdieron parte de su cuerpo en las minas. Porque no sólo fue Pol Pot el que sembró, cultivó y cosechó el terror en Camboya. También fueron los norteamericanos que escondieron entre ocho y diez millones de minas en todo el territorio de la ex Kampuchea Democrática.
En la entrada de Banteay Kdei, ciudadela de Angkor construida en el siglo 12, me entrevisté con estos músicos. Pude hablar con ellos gracias a la ayuda de Savy Saler, un joven que vendía libros con retratos fotográficos de las víctimas de las minas. El adolescente estaba interesado en hacer saber los detalles de uno de los grandes genocidios del siglo 20.

La hambruna como gangrena
A diferencia del maestro Lei Yom al que la mirada se le enciende, a Tuntak los ojos se llenan de tristeza. El percusionista del grupo hace un esfuerzo por recordar los fatídicos años de los jemeres rojos. Sus manos comienzan a temblar. Los surcos que la vida le dejó en el rostro se llenan de sudor. “Pasamos mucha hambre –dice-. Un día, dos días sin comer. A veces conseguíamos una papa o algo de arroz. La mayoría de las veces teníamos que salir a robar”.
Tuntak tenía 14 cuando los jemeres entraron a cuidad. Lo reclutaron para sumarse al ejército. Allí aprendió a matar en nombre de una sociedad más equitativa y más justa. Tremendo anzuelo, ¿no?
La hermana de Tuntak, en cambio, fue obligada a trabajar en las plantaciones de arroz. De algo tenía que vivir el régimen. La moneda dejó de tener valor en Camboya, los bancos cerraron por orden del gobierno y el trueque se instaló en pueblos y ciudades. Rithy Panh, autor del libro La Eliminación, contó que su madre cambió sus últimas sábanas por un cuenco de arroz. La hambruna se extendió como gangrena.

Sonreír, nunca más
No existe dictadura sin enemigo. Real, o inventado. Por eso los bombardeos de Estados Unidos encajaron como anillo al dedo de Pol Pot. Cada vez que explotaba un B 52, más devotos ganaba el régimen. Cerca del 40 por ciento de la población fue deportada al campo, a trabajar en plantaciones de arroz.
Enero de 1979 le puso fin al genocidio. Las tropas vietnamitas derrocaron a los jemeres rojos. Por primera vez, la rueda de la fortuna se detuvo en la vida del percusionista Tuntak. En 1982 se casó con quien sería la madre de sus siete hijos. Se convirtió en granjero y se fue a vivir al campo. Pero la suerte se le escapó como arena entre las manos. En 1987 pisó una mina y se quedó sin su pierna izquierda.
Con pena y sin gloria se retiraron los jemeres de Camboya. Pero el padecimiento continuó. Porque los yanquis siguieron bombardeando, en su afán de acabar con el comunismo que se extendía en el Sudeste con Ho Chi Minh, en Vietnam. Tuntak se refugió en cavernas, alternativa de resguardo anti-explosiones que pulularon también en el vecino Laos.
Además de bombas hubo minas. Se calcula que entre ocho y diez millones de explosivos fueron sembrados en Camboya. En todo el mundo existen 120 millones. Cientos de mutilados piden limosnas hoy en los templos de Angkor Wat, principal atractivo turístico del país. Otros aprendieron a tocar un instrumento y, como Tuntak y Lei Yom, se ganan el sustento en las entradas de las ciudadelas. No reciben subsidio del Estado, pero sí la ayuda de Hero Cambodia, una organización no gubernamental.
Comienza a atardecer. Los músicos juntan sus instrumentos para regresar a sus hogares. Aprovecho para hacer mi última pregunta a Tuntak, el percusionista:
–Después de todo lo vivido, ¿le queda a usted una sed de venganza?
–No – responde-. Aunque nunca más pude volver a sonreír.




Gentileza Valeria Duarte
Más información: 
www.herocambodia.webs.com 
Rithy Panh, La Eliminación. Editorial Anagrama, 2013. 
Yasuhiro Tokoro, Mines 0. 

  











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