jueves, 8 de enero de 2015

El último guardián del Champaquí

4 comentarios:
 
En este puesto de montaña que mira hacia el Champaquí, el calendario se detuvo en el 13 de junio. Y el reloj de pared, en las seis y diez. Ambos permanecen inmutables ante el paso de las horas, por más que ya sean las 12 del sábado 20 de septiembre de 2014. De la misma forma, esta casa de piedra y adobe crudo también parece rendirse ante el transcurso del tiempo. Aquí la sangre corre tanto como el vino: cuando se carnean vaquillonas o se entierran cuchillos en el corazón del agresor. Las muelas se arrancan de la misma forma en que se enlazan los potrillos. Las quebraduras se emparejan como si se entablillara a un ternero rengo.
Las Pampillas es el último puesto que subsiste como tal en el sur de la Pampa de Achala, aquel pedazo de Córdoba que bordea las Sierras Grandes y que concentra los ríos que abastecen al 80 por ciento de la población provincial. Durante buena parte del siglo pasado, eran 16 los puesteros que se radicaron en la zona. Pero la mayoría fue vendiendo sus terrenos por poca plata, se fueron yendo a los centros poblados, o al cielo. Atraídas por las grandilocuentes promesas del consumo, las nuevas generaciones se mudaron a la ciudad. Pero a sus ciento-y-pico de años, Marcos Domínguez sigue manteniendo viva la tradición serrana. Como el último individuo de una estirpe que se resiste a desaparecer. 



Existen varias formas de llegar. Una es más directa pero escarpada, desde Traslasierra vía Los Molles y Cuesta de Los Cerros. La segunda es por Villa Alpina. Quienes opten por esta última opción, deberán hacerlo caminando o a caballo.
Es la primera vez que visito a Don Marcos y elijo hacerlo con motivo de su cumpleaños número cien. A las 12 arrancamos la caminata que nos llevará rumbo al puesto. Marcos Paniagua, guía de montaña del Club Andino Córdoba, conduce al grupo. Llevamos dos carpas, aislantes, bolsas de dormir y vinos de regalo.
Al rayo del sol, andamos 13 kilómetros rumbo al oeste. Pasamos por la cuesta de La Mesilla, luego por el antiguo cementerio. Cruzamos el arroyo Los Socavones primero y el río Paso del Tabaquillo después. Al cabo de seis horas, llegamos a una planicie de pasto bien cortado, con forma de mesa de billar. Una chimenea humeante –la cocina de leña está siempre encendida–, es señal certera de llegada.
La cima puntiaguda del cerro Grande, más conocido como Negro, es lo primero que se distingue desde el gran ventanal de la cocina. Esta elevación de 2.629 metros sobre el nivel del mar y su vecino Champaquí (2.880) forman parte de las Sierras Grandes, la espina dorsal de Córdoba que se originó como desprendimiento de la cordillera de los Andes. El valor de este pedazo de provincia es incalculable. Un macizo de granito conforma el suelo, dentro del cual corre una cámara de magma. Cuando la lava hace fuerza para salir a la superficie, rompe la roca y se mineraliza en cuarzo, feldespato y mica. Las Sierras Grandes son además el tanque de agua de la provincia. Durante épocas de lluvia, funcionan como esponja porque retienen el agua. Y en épocas secas, largan el elemento vital en forma de ríos o arroyos. 
Todas estas cuestiones eran desconocidas por los primeros pobladores. Ellos simplemente buscaban un terreno donde criar su ganado. En una extensión de 245 hectáreas, nuestro personaje puso en marcha su hacienda. Se dedicó a la cría de ovejas, cabras y vacas. Aprendió a hilar la lana y a realizar frenos y látigos de cuero. Gozó de la época de oro de las sierras, en la que todos los puesteros vivían solidariamente. Si alguno necesitaba techar su rancho, todos iban para su casa. Si otro precisaba esquilar, también. Las tareas siempre terminaban con una ronda de vino. 

Una riña de gallos
El día de su cumpleaños, Marcos Domínguez está sentado en la punta de una mesa, en un comedor abarrotado de parientes y “turistas”, como llaman los paisanos a quienes no son oriundos del lugar. Lleva un sombrero de ala ancha con sus iniciales, poncho rojo y una sonrisa de oreja a oreja. Sus ojos luminosos están fijos en una torta, con una mirada de quien no le debe nada a nadie. Tiene el rostro surcado por arrugas, pero aparenta ser mucho menor.
A juzgar por las velas, no es posible determinar cuántos años tiene. La torta con cobertura de chocolate y grageas lleva la siguiente inscripción: “Sin cuenta”. Más tarde me enteraría que es posible que Marcos tenga más de cien. Cuando nació, su madre no lo inscribió en el registro. Recién pudo hacerlo a los 15 cuando intentó en Alta Gracia hacerse enrolar.
“La vida es para estar tranquilo y contento. No hay que pensar macanas. Que Dios les pague todas las gauchadas que ustedes han hecho por mi”, dice el viejito antes de soplar las velas. Una multitud lo alienta, como si fuese estrella de rock.
Hacía dos meses que Jorge Pereyra –hijo de su segunda esposa–  venía  organizando los festejos. Cargó las bebidas a lomo de mula y pidió a quienes se acercaran que por favor trajeran ingredientes para el locro. El viernes anterior a la fiesta de cumpleaños, se vendieron 120 porciones. Y el día siguiente se carnearon dos vaquillonas para alimentar a 250 personas.
En la otra punta de la mesa está sentado Edgar Domínguez, sobrino nieto de don Marcos. El hombre, de 34 años, cuenta que prefiere mil veces la ciudad. Dice que trabaja como picapedrero en Las Rabonas y que así está mejor: “Es muy linda la montaña cuando sos chico. Cuando crecés, te tenés que mudar. En la sierra no hay futuro. Necesitás mucho ganado porque si no, estás frito”.
Su prima Marisel asiente con la cabeza: “Me fui a vivir a Córdoba porque a mi pareja no le gustaba el campo. Mis hijos no quieren saber nada con mudarse para acá. A ellos dejálos con la play que así están felices”. 


En una sala contigua a la del comedor, un guitarrero cierra los ojos al cantar, como si evocara los recuerdos más arraigados de su memoria. Dos paisanos se desmayan sobre un tablón de madera y meditan un sueño eterno.
“Yo amo a todas las mujeres porque nací de una mujer”. Ramón Quintero saluda sacándose el sombrero, sosteniéndose de la pared para no caerse. Su cerebro intenta enviarle órdenes a su boca, para que éstas modulen claramente las palabras, pero no puede. Está bien borracho. “Me dicen Panqueque. No es porque yo sea vuelta y vuelta. Me dicen así porque…”, y ya no se le entiende nada más.
El hombre extiende su mano para invitarme a bailar y muestra los pocos dientes que le quedan. Acepto una pieza de chamamé que resulta interminable. Ramón domina el baile mucho mejor que su discurso. Está claro que en la pista las palabras sobran. Más parejas bailan; ellas de jean y ellos de poncho y zapatillas. Dos hombres se disputan por una mujer. Se amenazan, gritan. Parece una riña de gallos que evoca épocas más primitivas.



Recién al día siguiente puedo hablar con Marcos. Mi intención era levantarme temprano, pero no pude. Cerca del mediodía, y con el apuro por tener que regresar antes de que anochezca, pido hablar con el viejito justo cuando se disponía a almorzar. Asombrosamente acepta y de muy buena manera.
Ahí me enteré que este personaje nació en Paso de Garay. Que sus padres eran muy pobres. “No sé si me querían. Me conchabaron a los 12 años”. Dirá que fue entregado a la familia Quinteros. Que con ellos aprendió a trenzar el cuero, uno de sus principales sustentos económicos. Y que en 1939 se casó con Carmen Antonia López. “No era linda, pero no me importó. Una vez un amigo me dijo que si me casaba con una mujer bonita, todo el mundo me la iba a mirar. Pero una esposa fiera es igual que una perra parida. Nadie te la toca”, y se ríe.
Contará que mediante un sistema llamado “el tercio”, se ganó 300 ovejas y 70 cabras. Valga antes una aclaración: ya me habían advertido que Marcos exageraba. Y que a veces mentía. Pero lo cierto es que hacia comienzos del siglo pasado, los dueños de las estancias pagaban muy bien a los puesteros. Por tres cabras u ovejas que nacían, una iba para el trabajador. Con la necesidad de establecer su majada, Marcos se instaló en Las Pampillas en 1940. De la misma manera se habían aquerenciado otros 16 puesteros más.
“Yo soy el último de los puesteros –me dice don Marcos-. Todos se fueron muriendo, o vendieron los campos por muy poca plata. La única forma que me lleven de aquí tendrá que ser en el cajón”. El reloj marca las 13.45 y Marcos, el guía, me indica que debemos partir. “Ésta es la historia. Tengo que volver”, repito como un loro durante todo el camino de regreso.

Un salvaje sin domesticar
La segunda vez que vuelvo a Las Pampillas, elijo hacerlo a caballo. Conseguir animales y guía no es tarea sencilla. Debo comunicarme varias veces con una radio central. A través de un handy, un operador le avisa a Jorge que lo busca la periodista que estuvo para el cumpleaños. El hombre sale del puesto para agarrar señal. Al cabo de unos minutos lo llamo a su teléfono celular y recién ahí le cuento los detalles de mi plan. “Por radio no podés decir nada. Todos en la zona la escuchan y son muy chusmas”, advierte.
Jorge me pone en contacto con su primo Osvaldo González. Y éste, junto con su hija Adriana, me guían durante el trayecto aquella inestable mañana del viernes 3 de octubre. Salimos tres horas después de lo previsto. El día amanece lluvioso. El clima recuerda que, en la montaña, la naturaleza domina al hombre y no al revés.
El paisaje alterna escarpadas cuestas con pastizales llanos. Osvaldo no ha parado de hablar por celular en todo el viaje. Me sorprende eso: la hiperconectividad. Adriana me pregunta: “¿Tenés Facebook?”. Con una mano sostiene la rienda; con la otra, su teléfono.
Mientras recorro nuevamente los 13 kilómetros, escucho la primera asombrosa historia de uno de los antiguos puesteros del Champaquí.


A Osvaldo González lo llaman “El Salvaje”. Este apodo no es porque se haya criado como un animal en el medio de la selva. Lo conocen así porque nació en el monte: su mamá no llegó al hospital. Corría entonces el año 1972 cuando Sara Ledesma decidió mudarse a la casa de sus padres, en Alto El Chicharrón. Por ahí cerca vivía doña Melsa de Pino y cada tanto su casa funcionaba como dispensario. Los doctores Tomás y Agustín Caeiro ya le habían advertido que su hijo nacería en agosto, muy posiblemente el 29.
Pero el parto se anticipó y a comienzos de mes la mujer tuvo las primeras contracciones. “Se enfermó”, como dicen en la zona. Su esposo Ramón González ensilló los caballos. Le dijo: “Comadre, nos vamos para el pueblo” y partieron hacia Villa Alpina.
Cuando estaban en camino, la mujer advirtió: “Mirá que no llego”. Y sus palabras sonaron a profecía. En el medio de una cuesta, Ramón detuvo los caballos. Retiró los aperos y con ellos armó una camilla. Osvaldo nació un 5 de agosto en La Mesada Alta, camino al pueblo. Desde ese día lo llaman “El Salvaje” y ninguna mujer lo ha podido domesticar.

“No merece la gracia de Dios”
Seguimos en camino. Pido a Osvaldo que pasemos por el antiguo cementerio del Champaquí. A simple vista, parece un puesto abandonado. Un conjunto de piedras perfectamente ensambladas rodean el perímetro del camposanto. Adentro, las tumbas más antiguas están identificadas con una cruz herrumbrada. Las más viejas son de 1941. Las más modernas tienen nichos de cementos con fotos, placas de bronce y flores de plástico. Los apellidos se repiten: Olguín, Pino, Merlo, Domínguez, González y pará de contar. De tanto en tanto, una mata de yuyos verdes corta con el gris del pedregal.
Quien no esté apurado y tenga un mínimo ojo suspicaz, podrá darse cuenta de que por fuera del camposanto existe otro rectángulo más pequeño. También formado por piedras, el cubículo se ubica entre el cementerio viejo y el costado este del cerro La Mesilla.
Aquí yace Chichi Olguín, hijo del puestero Raúl Olguín, protagonista de una de las historias más tristes que se recuerden en la zona. Era muy joven cuando decidió quitarse la vida, tirándose por un precipicio. Más joven todavía cuando mató a su hermano de una cuchillada. Pero a criterio de los serranos, aunque haya sido chico para discernir, no merece ser enterrado dentro del camposanto. Debe permanecer afuera para no alterar a las almas que fueron bendecidas por Dios.



Por la izquierda para darle la contra
Llegamos al puesto sobre el filo de la noche. Minutos después, se larga el aguacero. Un viento fuerte arremete con los dos árboles autóctonos de la entrada. El río Paso del Tabaquillo, que se encuentra a metros de la casa, se desborda por completo. Quedamos aislados.
Por suerte Jorge y su esposa Miriam López nos esperan con mate extra dulce y pan casero. Aclaran que, en el campo, la infusión amarga es sinónimo de desprecio. Comentan que el tío Marcos no se siente bien: “Debe ser por la fiesta”. Su hijo Jean Carlos juega al truco con Alberto, única descendencia de don Marcos. Mientras el mate va y viene, las historias siguen el mismo curso.



Jorge comenta que con las largas distancias y el difícil acceso a un centro de salud, el puestero se las arreglaba como podía. Las mujeres daban a luz en sus viviendas con la ayuda de su mamá, la partera Rosario Nelly González. Los remedios caseros marchaban a la orden del día. Las “testes” (verrugas) desaparecían con curas de palabra, es decir, rezando dos oraciones: una a Jesucristo y la otra al santo del cual se sea devoto.
Cuando al caballo le daba un ataque de “pasmo” (se le secaba el vientre y se le ponían los ojos llorosos) era necesaria una cura de rastro. Había que acercársele despacio y con los brazos cruzados, agarrarle las orejas. Sin dejar de rezar, pegarle tres tirones. Echarle un baldazo de agua fría entre la panza y las patas. Cuando el animal lanzaba un suspiro, era señal de que se había curado.
Si tenía mal de querencia, otra cura de rastro. Porque podía pasar que el caballo no se acostumbrara al pago. Había que juntar grasa de gallina y mezclarla con ajo picado. Comenzando por la pata derecha delantera, pasarle el ungüento rezando a Jesucristo y luego al santo del cual se era devoto. Luego se hacía lo mismo con la pata izquierda trasera y las dos restantes. Y para llegar a ellas, era necesario girar siempre en sentido de las agujas del reloj. ¿Por qué por la izquierda? Se sabe que las cartas se dan por la derecha. Cualquiera que lo haga de otra manera estará faltando el respeto. Al caballo en cambio hay que darle la contra. “Así le trabás la querencia”, cuenta Jorge y entrega otro mate extra dulce. 




Cuando la lana se cotizaba 
Llega el momento de llevarle el té a don Marcos. Me ofrezco para hacerlo. Encuentro al viejito absorto en sus pensamientos, con la mirada fija en la ventana de su habitación, como aquel día tenía la vista fija en la vela. Acepta la tasa y se mete el pan en el bolsillo. Dice que es una costumbre que le quedó de chico: guardárselo para cuando asalte el hambre. Sus manos parecen dos guantes estrujados.
“Vi tantas cosas en mi vida que estoy encandilado”, bromea. Cuenta que hallar una cantera de berilo fue una de las cosas más asombrosas que le pasó en la vida. Fue una tarde en la que enfiló rumbo al poniente, en busca de una ovejita perdida. Hacía tanto calor que se sentó a la sombra de un tabaquillo. Estaba justo armando un cigarrillo cuando vio el mineral, todo verde y puntiagudo. Durante los días que siguieron sacó piedras y más piedras de esa cantera. Salían solas, sin la ayuda de un barreno. Dice que se hizo una pequeña fortuna y que pagó todas las cuentas en el almacén Sol de Mayo.
También contará que hasta la década de los sesenta, el cuero y la lana se cotizaban bien y los puesteros podían vivir de los animales. Con 700 kilos de lana alcanzaba para tirar todo el año. Pero con el desembarco de la fibra sintética, los productores textiles dejaron de comprar. Este derivado del petróleo representó para el campo el principio del final.
La suerte nunca le ha faltado, aclara. Marcos cursó hasta segundo grado y se define como autodidacta. “Una vez que aprendí las letras, les hice decir lo que yo quería”, y se ríe con los pocos dientes que le quedan.
El reloj marca las 18 y comienza a anochecer. “Ya se escuchan las ovejas llegar. ¿Qué tan tarde es?”, pregunta don Marcos. Cuenta que a las 10 larga la majada y que a las 16 los animales comienzan a regresar al corral. Dos horas más tarde, ya están todos de regreso. Entiendo que está cansado y lo despido. Con esfuerzo se levanta para ir al baño. No acepta mi ayuda. Bajo la llovizna y en andador, cruza despacito el patio.


Con un pico clavado encima 
El sábado amanece igual de lluvioso y por el clima no podré regresar. Deberé esperar hasta el día siguiente. Miriam enciende una vela y le pide a Dios, a la virgen y a todos los santos que cuelgan de su altar que por favor proteja a los maratonistas que ese día se disponen cruzar corriendo desde Yacanto. “Que sea lo que Tata Dios quiera”, dice con una mirada que enternece. “Que no les pase lo que a Luisita Salinas –agrega Jorge–, que la mató un rayo”. Sus palabras no alientan.
Aprovecho para llevarle de nuevo el té a don Marcos y esta vez se lo ve de mejor semblante. Vuelve a guardarse el pan en el bolsillo. La cara se le ilumina cuando le pregunto cuántos “leones” cazó en su vida, que es como llama a los pumas. Dirá que mató a 150. “El último lión que pillé, lo agarré saliendo del filo. Era un bicho laaargo, ya me había comido un cuarto de la majada. Le tiré los perros, agarré una piedra y se la partí por la cabeza. Lo enlacé y lo acogoté”. Ese día se ganó las apuestas que el resto de los serranos había depositado en la llamada "caja leonera". 
Con oído extraordinario y memoria de elefante, nombrará uno a uno a los antiguos puesteros. Dirá que las nuevas generaciones elijen la ciudad y las que permanecen, convierten los sitios en albergues para montañistas. Reitera que es el único que queda. No está errado: según los registros de Catastro, el 70 por ciento de las tierras de la región le pertenecen a dos sociedades anónimas. Una de ellas figura con una dirección de Capital federal. Asombrosamente en ese lugar, no hay uno sólo cartel que la identifique.
Cuando la charla esté llegando a su fin, preguntaré si tiene cuentas pendiente. Una vez más, el fuego avivará sus ojos y con la exageración que lo caracteriza contará su última anécdota: “Una noche venía de El Bordo, un bar que había cerca de La Cumbrecita. Ya se estaba haciendo de día. Al alba y desde el caballo, vi una luz al norte de El Champaquí. Como una quemazón que ardía. Al otro día fui a ver y no había ni rastros del incendio. Me acordé de Pancho Ledesma, un amigo, que me supo contar una historia hace tiempo. Me dijo que en ese lugar había una mina de oro, con un pico plantado encima. Otra noche me volví a fijar y ardía”.
Marcos concluirá que quiere ponerse fuerte para trepar el Champaquí. Dirá que hallar esa mina de oro es su materia pendiente. Encontrarla le dará paz. Así recién podrá partir tranquilo al cementerio, única forma posible de abandonar su querido puesto.


Fotografías: Mariano Paiz



* Este artículo fue publicado en enero de 2015 por la revista Energía Positiva, del Sindicato Luz y Fuerza.

4 comentarios:

  1. Hola Natalia, así que tengo el honor de ser la primera en hacer un comentario, me alegro!.
    Me gustó tu relato, he estado en el Champaquí. La primera vez, fui con el Club Andino Córdoba (1967) desde San Javier, a La Constancia, por la Quebraba del Tigre, y otra vez acampamos en los aleros de los mineros y nos quedamos 3 días.
    También estuve en la Cueva del Padre Buteler, en que decían podían entrar caballos con sus jinetes, no recuerdo en que número se decía.
    La última vez, fuimos cómodamente en vehículo por el camino de Los Linderos y rápidamente llegamos a la cumbre.
    Me encantó tu relato, fue como estar allí, y para todos los del CAC, el puesto Dominguez, siempre fue la parada obligada.
    Saludos cordiales.
    Nela von Müller
    Socia Vitalicia Club Andino Córdoba

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  2. Muchas gracias Nelly querida. Tu relato fue fundamental para que iniciara esta investigación, al igual que el de Chichi, Cachito y tantos otros socios del CAC, vitalicios en nuestro corazón.
    Cariños,
    Natalia

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  3. Excelente post! Gracias!
    Consulta, alguien sabe el nro de teléfono del puesto Marcos Dominguez? Quiero acampar allí el próximo finde y me gustaría cener en ese puesto, por lo que entiendo tendría que reservar.

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  4. Hola! Te paso mi mail. Por favor, escribime y te envío los datos de contacto. Es natalazza@gmail.com

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