Quizás en nuestros trabajos podamos adueñarnos del destino. Pero cuando estamos en otra parte del mundo, tenemos que estar listos para dejarnos llevar. Hay que animarse a perder el control. Y eso es lo más lindo de la travesía: entregarnos a lo que tengamos que vivir. Perdernos en la ciudad sin mapa ni relojes. Así fue cómo conocí a Teresa, la cantinera estrella del Mercado de San Pedro, en Cusco.
Venía de un viaje de estómago revuelto y hombros cansados de cargar la mochila. Era una mañana de marzo en la que tomé rumbo hacia el mercado más popular de Cusco. Ya me habían hablado de los licuados, mezcla de frutos de estación que se eligen ahí mismo en los mostradores.
Caminé por calle Tupac Amaru e ingresé directo por la puerta
cinco. Allí donde un letrero amenazaba: “Amigo de lo ajeno: prohibido el
ingreso al mercado bajo pena de arresto y golpiza”.
Y ahí estaba ella. Sostenía su generosa humanidad en una
pequeña banqueta de madera, detrás de un mostrador que actuaba además de barra
para los lugareños. Del lado de adentro, se cocían guisos en gigantescas ollas
de metal. La fuerza de la ebullición hacía mover las tapas y despedía un
sabroso aroma a sopa de abuela.
Digo abuela porque es común que estando lejos uno asocie
rostros, sonidos o situaciones a personas que fueron importantes. Es como una
forma de evitar el desarraigo. Mi abuela Corina se me vino a la mente apenas
conocí a Teresa.
Su discurso -plagado de diminutivos y una entonación
cantadita- otorgaban ese aire de abuela dulce a esta mujer de 70 años. Cuando
la conocí, pelaba papas en el banquito de madera. Nunca vi a nadie trabajar a
una velocidad similar, excepto por mi madre cuando despellejaba las perdices
que mi papá cazaba en el campo. Otra vez el recuerdo familiar. Hace tiempo que estaba
lejos de casa.
Del otro lado de la barra, su hija Norma cortaba una
calabaza en trozos. Era un vegetal blanco, parecido a un melón, sólo que
gigantesco. Llevando la sartén por el mango, enumeró los ingredientes de la
receta milagrosa. Primero se hierven unos trozos de cordero, junto con el ajo
machacado. Si la carne está muy dura, se pasa a una olla a presión. Luego se
agregan las verduras: calabaza, papa, zanahoria, apio, repollito y chauchas
(“lo de adentrito se come”). El toque final está dado por dos especias andinas:
el huacatay y la asnapa, una mezcla de hierbas aromáticas.
“Es increíble que en Argentina, con todo el campo que
tienen, sólo siembren soja. Las frutas y los vegetales son fundamentales para
nuestros hijos. Los peruanos le damos mucha importancia a la nutrición. Por eso
los McDonalds aquí nunca han funcionado”, cuenta Norma, ex enfermera que dejó
el oficio para pasar más tiempo con su familia y darle una mano a su mamá en el
puesto del mercado.
“Amor, amor. Apúrale mamacita. Échale cariño”, ordena
Teresa.
A las 12.30 en punto, comienza a agolparse la gente en el mostrador.
Vendedores, artesanos, oficinistas o albañiles hacen cola para degustar el
mejor chuño de Perú.
-
Por favor, mamacita. Dame un chuñito con poca carne. Es
que tengo un diente flojo-, pide una chola con sombrero y falda bordada.
-
¿Me pasas el rocoto?-, ordena un viejito de gorra y
lentes oscuros.
-
Ya papacito-, contesta Norma.
Uno a uno va degustando su chuño, a cinco soles cada uno. Y
en la barra se ha abierto un debate. Carlos, arqueólogo del Ministerio de
Cultura de Cuzco, polemiza con el precio del maíz: “El Valle Sagrado supo ser
famoso por tener los mejores granos de la región. Pero cuando se puso de moda
la quinoa, los productores orientaron sus esfuerzos al producto que más
cotizaba. El precio del maíz de fue por las nubes. Como a tres soles el kilo. Y
ahí fue cuando decidimos dejar de comprar. No les quedó otra que bajar el
precio”.
Norma asiente con la cabeza: “Somos gente muy unida. Nunca
nos quedamos callados. Cuando el boleto del transporte se puso caro, los
estudiantes se amotinaron. No dejaron salir los buses de la universidad. A los
empresarios no les quedó otra que bajar el precio”.
Con ojos de abuelita, Teresa me ofrece un plato de chuño. Le
comento mi malestar estomacal. Lejos de darse por vencida, me pide que regrese
en una hora. “Le preparo un macarroncito sin papas. Le va a hacer bien”. Esta
vez me pregunta en quechua:
- ¿Kutimunki?-, (¿Vuelves?).
- Sí-, contesto.
- Suyas aseiqui- (te voy a esperar).
Cómo no volver.
Al puesto de doña
Teresa regresé ese día, y el siguiente, y el siguiente. Nunca me cobró.
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