sábado, 22 de agosto de 2015

La reina del chuño en el mercado de San Pedro

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Quizás en nuestros trabajos podamos adueñarnos del destino. Pero cuando estamos en otra parte del mundo, tenemos que estar listos para dejarnos llevar. Hay que animarse a perder el control. Y eso es lo más lindo de la travesía: entregarnos a lo que tengamos que vivir. Perdernos en la ciudad sin mapa ni relojes. Así fue cómo conocí a Teresa, la cantinera estrella del Mercado de San Pedro, en Cusco.  



Venía de un viaje de estómago revuelto y hombros cansados de cargar la mochila. Era una mañana de marzo en la que tomé rumbo hacia el mercado más popular de Cusco. Ya me habían hablado de los licuados, mezcla de frutos de estación que se eligen ahí mismo en los mostradores.
Caminé por calle Tupac Amaru e ingresé directo por la puerta cinco. Allí donde un letrero amenazaba: “Amigo de lo ajeno: prohibido el ingreso al mercado bajo pena de arresto y golpiza”.
Y ahí estaba ella. Sostenía su generosa humanidad en una pequeña banqueta de madera, detrás de un mostrador que actuaba además de barra para los lugareños. Del lado de adentro, se cocían guisos en gigantescas ollas de metal. La fuerza de la ebullición hacía mover las tapas y despedía un sabroso aroma a sopa de abuela.
Digo abuela porque es común que estando lejos uno asocie rostros, sonidos o situaciones a personas que fueron importantes. Es como una forma de evitar el desarraigo. Mi abuela Corina se me vino a la mente apenas conocí a Teresa.

Su discurso -plagado de diminutivos y una entonación cantadita- otorgaban ese aire de abuela dulce a esta mujer de 70 años. Cuando la conocí, pelaba papas en el banquito de madera. Nunca vi a nadie trabajar a una velocidad similar, excepto por mi madre cuando despellejaba las perdices que mi papá cazaba en el campo. Otra vez el recuerdo familiar. Hace tiempo que estaba lejos de casa.
Del otro lado de la barra, su hija Norma cortaba una calabaza en trozos. Era un vegetal blanco, parecido a un melón, sólo que gigantesco. Llevando la sartén por el mango, enumeró los ingredientes de la receta milagrosa. Primero se hierven unos trozos de cordero, junto con el ajo machacado. Si la carne está muy dura, se pasa a una olla a presión. Luego se agregan las verduras: calabaza, papa, zanahoria, apio, repollito y chauchas (“lo de adentrito se come”). El toque final está dado por dos especias andinas: el huacatay y la asnapa, una mezcla de hierbas aromáticas.
“Es increíble que en Argentina, con todo el campo que tienen, sólo siembren soja. Las frutas y los vegetales son fundamentales para nuestros hijos. Los peruanos le damos mucha importancia a la nutrición. Por eso los McDonalds aquí nunca han funcionado”, cuenta Norma, ex enfermera que dejó el oficio para pasar más tiempo con su familia y darle una mano a su mamá en el puesto del mercado.
“Amor, amor. Apúrale mamacita. Échale cariño”, ordena Teresa.

A las 12.30 en punto, comienza a agolparse la gente en el mostrador. Vendedores, artesanos, oficinistas o albañiles hacen cola para degustar el mejor chuño de Perú.
-         Por favor, mamacita. Dame un chuñito con poca carne. Es que tengo un diente flojo-, pide una chola con sombrero y falda bordada.
-         ¿Me pasas el rocoto?-, ordena un viejito de gorra y lentes oscuros.
-         Ya papacito-, contesta Norma. 

 
Uno a uno va degustando su chuño, a cinco soles cada uno. Y en la barra se ha abierto un debate. Carlos, arqueólogo del Ministerio de Cultura de Cuzco, polemiza con el precio del maíz: “El Valle Sagrado supo ser famoso por tener los mejores granos de la región. Pero cuando se puso de moda la quinoa, los productores orientaron sus esfuerzos al producto que más cotizaba. El precio del maíz de fue por las nubes. Como a tres soles el kilo. Y ahí fue cuando decidimos dejar de comprar. No les quedó otra que bajar el precio”.
Norma asiente con la cabeza: “Somos gente muy unida. Nunca nos quedamos callados. Cuando el boleto del transporte se puso caro, los estudiantes se amotinaron. No dejaron salir los buses de la universidad. A los empresarios no les quedó otra que bajar el precio”.
Con ojos de abuelita, Teresa me ofrece un plato de chuño. Le comento mi malestar estomacal. Lejos de darse por vencida, me pide que regrese en una hora. “Le preparo un macarroncito sin papas. Le va a hacer bien”. Esta vez me pregunta en quechua: 
- ¿Kutimunki?-, (¿Vuelves?).
- Sí-, contesto.
- Suyas aseiqui- (te voy a esperar).
Cómo no volver.

Al puesto de doña Teresa regresé ese día, y el siguiente, y el siguiente. Nunca me cobró.











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