Lunes de sol en Katmandú. En el camino que serpentea hacia
Nuevo Naikap, los vecinos se preparan para celebrar el aniversario de los dos
integrantes más antiguos del barrio. Las mujeres se han puesto sus mejores
túnicas que cubren sus hombros a la altura de la cintura: los saris. Y los hombres de la casta más
alta, los brahmanes, están listos
para dibujar un tercer ojo entre las cejas de los creyentes, en señal de
protección.
Los cumpleañeros han sido vestidos con sedas rojas,
amarillas y bordó. En sus troncos, las telas. En sus copas, ramas con hojas
verdes. Bien digo troncos y copas: por las venas de los festejantes no circula
sangre sino savia. En este templo dedicado al dios Siva, del noroeste de la
capital de Nepal, todo es sagrado y todo merece celebrarse, incluso la
antigüedad de los dos árboles más viejos del barrio. Un festejo con las mismas
galas que un cumpleaños de 15 en Occidente.
En esta zona remota del Asia central, la espiritualidad se respira 24 horas. Todo ser vivo es parte de Dios y digno de ser respetado. Las vacas andan libres por la ruta, provocando caos de tránsito, sin que nadie se digne a apartarlas. Son protectoras de los más de 300 millones de dioses hindúes.
En esta zona remota del Asia central, la espiritualidad se respira 24 horas. Todo ser vivo es parte de Dios y digno de ser respetado. Las vacas andan libres por la ruta, provocando caos de tránsito, sin que nadie se digne a apartarlas. Son protectoras de los más de 300 millones de dioses hindúes.
Del otro lado del Himalaya, es muy poco probable que un tibetano pesque para comer. Pensará: “Si mato un pez, un ser vivo, comerán tres miembros de mi familia. Pero si doy muerte a un yak, los búfalos peludos que viven en la altura, alimentaré al menos a siete”. La ecuación los inclina siempre por la segunda opción. Que el sacrificio valga la pena.
En los bares se habla de filosofía como en Argentina de
política. Peregrinos rodean los templos, siempre por la izquierda, para sumar
méritos para la próxima vida. Llevan rosarios de 108 cuentas y hacen girar molinillos
de oración, que adentro llevan mantras y pasajes de las sagradas escrituras.
Hay quienes realizan la kora –así se
llama este acto de fe– tirándose al piso y persignándose tres veces. La suma de
actos de esta vida y las pasadas define el karma y éste, a su vez, la
reencarnación.
Serpientes en el agua
Cruzamos ahora el Himalaya, en el campo base del imponente
Chomolangma, como llaman al Everest del lado tibetano. Estamos a 5.200 metros
de altura. En el monasterio de Rongbuk, tres sherpas –diminutos porteadores que
cargan en sus espaldas los equipos de alta montaña– intentan arriar los yaks
para una comitiva de escaladores chinos.
Una monja extrae agua de un pozo y carga una vasija de barro
en su espalda. Lleva el pelo rapado en señal de ruptura con el mundo. Como
símbolo de aislamiento. Un monje vestido de montañista invita a tomar el té en
la habitación contigua a una caverna.
Sanggi, su nombre en tibetano significa “Buda purificado”,
no usa túnicas bordó. En cambio, pantalones de corderoy gastados y una campera
de pluma andrajosa. De sus 64 años, 25 se dedicó a ser monje budista de la
escuela ñigmna, una de las más
antiguas. Se exilió en Nepal en la peor época de la ocupación china a Tíbet. Y
regresó para instalarse en una caverna al pie del Everest, donde medita sin
distracciones. En ese agujero de piedra se encuentra frente a su dios. No tiene
nada y todo a la vez: es el hombre más libre del mundo.
Olor a rancio en la habitación. Frazadas viejas, hojas
amarillentas, hasta una tele con reproductor de DVD. En el centro, una salamandra
que el viejo prende con estiércol de yak secado al sol. También sirve para
mantener la pava encendida. Un gato negro ingresa maullando y entonces le tira
un trozo de intestino seco de oveja.
Suena un celular. Sanggi se esfuerza por encontrar su Nokia
1.100 entre los trastos viejos de su cama-asiento. Finalmente responde. Es alguien
que lo consulta por una enfermedad.
El extraño monje montañista agarra tres dados, se persigna y los tira. Así tres veces. Se queda un rato pensativo y sentencia su veredicto: “En las aguas subterráneas de tu casa habitan espíritus. Sin saberlo, tu alma está luchando contra esos seres. Por eso te has enfermado”.
El extraño monje montañista agarra tres dados, se persigna y los tira. Así tres veces. Se queda un rato pensativo y sentencia su veredicto: “En las aguas subterráneas de tu casa habitan espíritus. Sin saberlo, tu alma está luchando contra esos seres. Por eso te has enfermado”.
Una cura con inciensos ahuyentaría las nagas, espíritus con torso de mujer y cola de serpiente. Para
cuando el viejo corta y retoma la charla, el mal de altura arremete otra vez. No
se sienten los dedos ni la cabeza. Cuesta adivinar si esta escena es parte de
un sueño o es real.
Cuencos que curan
De regreso a Katmandú, sin frío ni mal de altura, el calor
enciende los corazones. Mujeres sin pudor de mostrar sus abultados vientres.
Niños con ojos delineados se protegen contra los demonios. El sexo se exhibe abiertamente
en los templos. Piedras pulidas en forma de falo: el poder creador de Siva.
Murales antiguos enseñan acrobáticas formas de amar.
El calor agita los pensamientos, aunque para esto sobran antídotos. Chamanes te entregan amuletos en caso de que tengas los planetas desalineados. Astrólogos leen la fortuna en la palma de tu mano. Entrenadores de yoga ofrecen una clase exprés a 77 pesos argentinos.
El calor agita los pensamientos, aunque para esto sobran antídotos. Chamanes te entregan amuletos en caso de que tengas los planetas desalineados. Astrólogos leen la fortuna en la palma de tu mano. Entrenadores de yoga ofrecen una clase exprés a 77 pesos argentinos.
Y si todo este combo no alcanza y tu mente corre como un río
desbocado, deberás subir las escarpadas escalinatas del Templo de los Monos.
Esquivando los macacos, llegarás hasta la cúpula de la aguja dorada con los
ojos de Buda. Doblarás a la derecha y entrarás al local de paredes bordó.
Un verborrágico señor con ojos inyectados de sangre hará
sonar un cuenco tibetano y te lo pasará por el cuerpo. Máscaras de dioses
enojados te mirarán, pero deberás cerrar los ojos. Hasta los dientes te
vibrarán. La piel se te erizará. El hombre abrirá tus chacras y dirá que te has
curado. Es creer o reventar.
Y cuando cae la noche, en Nuevo Naikap, los vecinos terminan
el cumpleaños de los árboles. Vuelven a sus hogares y renuevan las ofrendas de
sus altares. Cambian el agua, ponen nuevas flores y apagan las velas. Al cerrar
los ojos piensan en cómo seguir sumando méritos para la próxima vida. Quizás
sueñen en reencarnarse en un dios. La cuenta final no se detiene.


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