domingo, 17 de mayo de 2015

Por el Mekong, mejor la trama que el desenlace

3 comentarios:
 
Cuántas veces nos empeñamos en llegar a un lugar, en conseguir ciertas cosas, en cumplir con algunos objetivos. Cuántas veces nos calzamos las anteojeras y nos olvidamos de que, en realidad, lo asombroso siempre acontece en los márgenes. Los tres  días que necesité para llegar desde Chiang Mai hasta Luang Prabang me demostraron que muchas veces la trama es mejor que el desenlace.
Si lo que se busca es desplazarse de un lugar al otro, son múltiples las alternativas que existen en el sudeste asiático. Hay aviones de bajo costo, barcos con camas cuchetas, trenes y buses. Pero si lo que se busca es palpitar el verdadero pulso del pueblo, siempre es mejor optar por el medio de transporte de los lugareños.
La ruta tradicional que une el norte de Tailandia con el corazón de Laos contempla tres días de travesía, un verdadero derroche de horas en el marco de un viaje de un mes. Cualquiera que esté desafiado a invertir semejante cantidad de recursos seguramente se alertará. Y aquí es donde aflora el primer choque de civilización. Los occidentales estamos acostumbrados a ganar tiempo. A comprar ya. A querer todo ahora.
El corazón se impacienta, las manos comienzan a sudar y el pulso se acelera descontrolado. El cuerpo se prepara para la amenaza inminente: la impuntualidad y el derroche de tiempo. Pero a medida en que las horas pasan, todos estamos destinados a sufrir la más asombrosa metamorfosis. Un cambio en el que el ritmo acelerado del cuerpo va cediendo lentamente hacia el pulso del laosiano. Va desarmándose hasta bailar con el movimiento pausado del río Mekong.
Esta es la crónica de los tres días que transcurrí en camino hacia Luang Prabang, una ciudad del sudeste asiático de cascadas turquesas y gente que invita a compartir. Epicentro de uno de los pocos países comunistas que subsisten en el mundo. Sitio que muchos viajeros (erróneamente) se saltean en el recorrido. Un increíble oasis en el que nadie intenta venderte nada. Un reducto de paz sin carteles de Mac Donnalds ni promesas de un mundo feliz.

Día uno:
De Chiang Mai a Huai Xai en bus y ferry


A las 10 del viernes 7 de marzo del 2014 abandoné Chiang Mai, la ciudad del norte de Tailandia que se caracteriza por tener la mayor cantidad de templos budistas. Podría decirse que mi visita fue exprés. Apenas si me quedé cuatro días. Pero ese tiempo fue suficiente para que me adentrara por primera vez a la cultura asiática. Tummarat Kornmakiaw, el joven monje del templo Wat Chedi Luang, me había explicado con un inglés básico el significado de “dejarlo ir”.
“Buda nos enseña que no tenemos que aferrarnos a las cosas materiales. Tampoco a los sentimientos que nos oprimen el corazón. Si hay un dolor o una pena en la cual no encontramos respuestas, siempre lo mejor es dejar ir ese sentimiento. Let it go”.
La idea ahora era llegar hasta Chiang Khong, ciudad del extremo norte de Tailandia donde el país se une con Myanmar (ex Birmania) y Laos formando el Triángulo de Oro. En la antigüedad, este era un punto neurálgico de Asia porque allí tenía lugar el intercambio de sedas, especias y otras mercancías desde el corazón del imperio jemer hasta el resto del continente.

El viaje en bus podría haber sido perfecto, de no ser por mis repentinos ataques por ir al baño. Cualquiera que piense visitar estas latitudes, deberá tomar unas terribles pastillas verdes que caen como bomba al estómago. La Doxiciclina de 100 miligramos (Vibramicina según su nombre comercial) actúa como antibiótico contra la malaria. Como todo lo bueno suele estar antecedido por algo negativo, esta profilaxis tenía una maldición: generaba una gastritis terrible, acompañada por las más inoportunas ganas de vomitar.
Al cabo de seis horas, el chofer detuvo en seco el colectivo. Los pasajeros comenzaron a bajar y preguntar por sus maletas. Quedé desorientada. Habíamos llegado al centro de Chiang Khong pero nadie sabía decirme qué tenía que hacer en consecuencia. Intenté en vano comunicarme con lugareños: apenas el 10 por ciento de la población habla inglés. Estaba a punto de largarme a llorar cuando Richard –un fotógrafo londinense- me dijo: “Puedes quedarte a dormir aquí o intentar pasar la frontera. Si llegas hasta Huay Xai, la primera ciudad de Laos, lograrás alojarte por un precio mucho más razonable”.
Me calcé la mochila y lo seguí. Tomamos un taxi que nos dejó en la oficina de inmigración. Tras hacer una cola de unos minutos, Richard se acercó a la ventanilla. Habló con un señor de cara poco amistosa, se dio vuelta y me pidió un dólar. Al principio no supe porqué. El misterio se reveló cuando noté que los pasaportes que tenían la cara de Washington avanzaban más rápido en la fila. La divisa norteamericana servía para acelerar el trámite del visado en la República de Laos en la que estábamos por ingresar.
Pagamos por la visa, logramos que nuestros pasaportes queden sellados y nos tomamos un ferry que nos llevaría rumbo a Huay Xai (Hok Say). Fue la primera vez que me encontré cara a cara con el Mekong. El quinto río más largo de Asia es la principal vía de transporte de todo el sudeste. Así como los países occidentales desarrollan cada vez más los trenes de alta velocidad, en este rincón del mundo en cambio se sigue apostando por el mismo medio que se usaba siglos atrás. El río nace en el Tíbet y recorre en total 4.880 kilómetros hasta terminar en Vietnam. Famoso por su protagonismo en la Guerra Fría y los constantes bombardeos norteamericanos de la década de 1960.



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Al llegar a Huay Xai me despedí de Richard y decidí alojarme en el Friendship Guesthouse, un pequeño hotelito ubicado en sobre la neurálgica calle Saykhong. La vida de esta ciudad de frontera palpita sobre esta avenida aunque ese latido tiene las horas contadas. Las estrictas normas del comunismo obligan a los comerciantes a cerrar sus locales a las 23. Sin excepciones. Cualquiera que ose a mantener abiertos los negocios para el turismo será severamente multado. En Luang Prabang me encontraría con el mismo fenómeno. Todo cierra a las 11 de la noche, a excepción de un Bowling ubicado hacia las afueras de la ciudad. Pero ya llegaré a eso.
El Friendship Guesthouse miraba a la calle mediante seis balcones de estilo francés de fines del siglo 19. La mayoría de las construcciones de esta ciudad tenían el aspecto de viejos cabarets y nunca sabías en qué momento iba a aparecer la bailarina de cancán revoleando sus piernas. Edificios de dos pisos, sostenidos por balcones de columnas jónicas y pasamanos de madera, todos tenían el estilo del país que ofició de protector hasta la Primera Guerra Mundial.
Es que a partir de 1867, Francia convirtió a Laos en el principal proveedor de café y opio de China. Las construcciones de Huay Xai rememoran aquella floreciente época en la que Viang Chan (Vientiane por su traducción al francés) fue el centro administrativo de la nación. En el Friendship Guesthouse, las escaleras de caracol unen los dos pisos. Y en las habitaciones, hay varios artilugios que te hacen dudar respecto al siglo que estás viviendo. Como el tomacorriente, que era de madera y estaba abarrotado de cables.
En uno de los balcones flameaba la bandera roja del comunismo. El martillo y la hoz te recordaban las estrictas normas del régimen que había sido implantado en 1975. Por ejemplo, que no estaba bien visto preguntar. O al menos eso demostró el conserje del hotel. Era un joven despierto y vivaracho. Dispuesto a evacuar de la mejor manera consultas del tipo: “cuánto cuesta la habitación, cuál es la clave del wiffi y a qué hora sirven el desayuno”.
Ahora, si la pregunta era más profunda sería ignorada con la más perfecta cara de póquer. Consultas del tipo: “Usted es feliz viviendo aquí, qué tal es el comunismo, qué piensa usted de sus gobernantes”, serán inmediatamente censuradas con una mirada de desconcierto primero, y un silencio después. Ni excusas ni rechazo. Puro y duro silencio.

En las calles Huay Xai la gente tenía el aspecto de estar haciéndote una broma que no sabías cuándo ni cómo iba a acabar. En un abarrotado mercadito de la calle Saykhong, una muchacha sostenía un cartel que decía I have everything for you. Llevaba el pelo teñido de rojo. Y el mismo color había usado para remarcar sus labios y, exageradamente, sus pómulos. Esta es la frase que más se repetía en la ciudad. Y la entonaban hombres y mujeres con acento agudo, extendiendo hasta el infinito la última sílaba en forma de iuuuuuuu.
En una peluquería, mujeres se acomodan el aspecto. Vestían remeras de Superman y Hello Kitty. Ante los ojos de los turistas, nunca dejaban de sonreír. Y eran tantas las sonrisas que en algún momento pensé que eran fachadas. Que la gente en el fondo escondía algo. O cuanto menos lo disimulaba. ¿Es posible que sonrían tanto, todo el tiempo? A las 23 en punto, los comercios comenzaron a cerrar. Las luces de la calle, a apagarse casi en una misma sintonía. Minutos después ya no quedaba un alma en la vereda, a excepción de un perro. Y de unos jovencitos de traje y corbata que se disponían a ir a un casamiento.






Día dos:
Desde Huay Xai hasta Pakbeng en slow boat


La distancia que une Huay Xai con Luang Prabang es un poco menos que la que vincula la ciudad de Córdoba con Buenos Aires. Son 477 kilómetros. Lo que en Occidente demoraría poco más de seis horas, en estas latitudes tardará… dos días.
-¿Dos días???-, pregunto al señor de la boletería.
- Sí, dos días –responde-. Son seis horas durante la primera jornada. Descansas en Pakbeng y otras seis horas más para llegar a destino.
Dos días para llegar a un destino –en el marco de un viaje de un mes- suena como una verdadera amenaza para la mente occidental. Un cerebro que está acostumbrado a los mensajes del tipo: “gane tiempo”, “compre ya” no entenderá el sentido de semejante derroche de horas. Una vez más habrá que viajar por el río. Como me enteraría más tarde, en precarios barcos de madera. Si bien tienen un motor, se desplazan a una velocidad casi equivalente a la que iría un kayac impulsado por dos hombres.
“Existe una forma más rápida de llegar –aclara el vendedor-. Le llamamos ‘fast boat’. Es un poco más costoso y demora apenas un día. Pero no te garantizo la seguridad. Muchos turistas han muerto en el camino”.
En el muelle de Huay Xai aprendo mi primera lección: más vale no apurar el transcurso natural del tiempo. Más vale no tentar al destino con el apuro y mucho menos a las serpientes o “nagas” que habitan en lo profundo del Mekong. Según la creencia popular, estas místicas criaturas deciden sobre el destino de cada embarcación. Si el hombre no rinde el culto que se merecen, pueden hacer desaparecer los barcos con la facilidad de un coletazo primero y una bocanada después.
Tratando de contener mi ansiedad, compré por 1.800 bats mi boleto en el “slow boat” o bote lento que me llevaría a Luang Prabang en dos días. Me acerqué al embarcadero y noté que los barquitos eran mucho más precarios que lo imaginado. Los asientos también eran de madera. Por eso muchos turistas, oportunamente, habían comprado un almohadón en las agencias de viaje. En la parte de adelante estaba dispuesta la casa de los espíritus, el sitio donde se rinde culto a las almas. En las viviendas se encuentran siempre sobre el techo. En los barcos, en la proa.
Me senté en el primer asiento y me dispuse a esperar. La segunda amenaza del día fue la impuntualidad. Se suponía que íbamos a zarpar a las 11 pero terminamos partiendo una hora y media después. Otra de las lecciones que me llevaría en este periplo: en oriente la naturaleza domina al hombre y no al revés. Un barco recién partirá cuando se hubiese llenado.

Por la expresión de los rostros era muy fácil distinguir turistas de lugareños. Los primeros estaban impacientes. Un grupo de norteamericanos repartió latitas de cerveza de una conservadora. Otros tiraron una alfombra en el piso y comenzaron a jugar al póker. Los laotianos en cambio estaban relajados. Una mujer se pintaba las cejas, otra le entregaba un poco de arroz con pollo a su hija. Un hombre miraba atónitamente al río y otro distinguía aquel que entraba con pollitos en una bolsa de arpillera y gallinas en una jaula de mimbre.
Cuando el capitán encendió el motor, en el barco ya no cabía un alfiler. Los pocos espacios que habían quedado vacíos estaban colmados de bolsas de verduras y tubérculos. El hombre que hasta ese momento tenía la vista fija en el río, sacó de su bolso un racimo de bananas. Con la naturalidad de quien se lava los dientes por la mañana, me entregó parte de su botín. Llevaba una camisa verde militar de camuflaje, muy comunes en estas zonas. Ni siquiera preguntó si quería, directamente compartió.
Es que en el sudeste, el hombre es un eslabón más de la naturaleza. Tomará de ella lo que necesite. Y el resto lo compartirá. Porque la reina madre es generosa y en el mundo hay oportunidades para todos. Otra vez recordé las palabras del joven monje que conocí en Chiang Mai: “Let it go”. A medida en que pasaban las horas, se iba generando en mí una transformación. Una metamorfosis en el que mi ritmo acelerado cedía lentamente ante el apacible curso del río.
Al cabo de seis horas llegamos a Pakbeng, un pueblo de apenas una calle. Atardecía. Una sopa hindú de calabaza y leche de coco fue lo último que recordé. El resto fue dormir. Un profundo y largo sueño como no había tenido en años.



 Porque a veces las palabras no hacen falta y así lo demostró el lugareño que estaba sentado justo enfrente mío. De piel avellana y sonrisa blanca de cuarto creciente, asintió con la cabeza cuando un turista israelí compartió la música que estaba escuchando con sus auriculares. Al tiempo ya era uno más del grupo. El hombre repitió una a una las palabras que aparecían en la guía:
“Sabaidí”, para expresar gracias.
“Kop Yai lai lai”, muchas gracias.
“Lakón”, adiós.
“Pak Kan Mai”, te veo luego.





Otros dos laotianos que hasta ese momento tenían la vista fija en el río voltearon sus cabezas para presenciar la escena. Sonreían, pero esta vez en forma genuina. “No entiendo lo que dices –seguramente pensaban-. Pero me divierte mucho verte”. Vestían camperas militares. Uno de ellos, el del enorme anillo de oro, sacó de su bolso un racimo de bananas. Y con la naturalidad de quien se lava los dientes por la mañana, nos ofreció parte de su botín. Ni siquiera preguntó si queríamos. Directamente cortó el fruto y la entregó. Fue este quizás mi mayor choque de civilización.




Día tres:
Llegada triunfal a Luang Prabang

El domingo 9 de marzo, el barco parte a las 10.30. Esta vez nos toca de acompañantes una pareja de laotianos con una pequeña de ojos vivos. Algunos comen manzanas rojas y otras rosadas. Los papás sacan arroz con pollo de una bolsa de nailon y comienzan a comerlo con la mano.




Esta vez el paisaje alterna más sitios poblados. En cada una de sus costas, hay niños jugando o ancianos sentados sobre los talones. Con las vistas fijas en el agua. Es una creencia popular de que en el Mekong existen serpientes llamadas “naga”. Si estas creaturas sobrenaturales se encuentran enojadas pueden decidir sobre los destinos de una embarcación. Con sólo asomar su larga cola, puede voltear el barco y hacerlo desaparecer sobre las fauces del río.
Van pasando las horas y ya no recuerdo qué estoy haciendo aquí ni porqué. Transitar se convierte en el fin último del viaje y no en un medio para llegar a un lugar. Una puesta de sol, inabarcable a la vista, alienta a bajar aún más las pulsaciones. Lentamente te vas poniendo a tono con el río y con el ritmo del laotiano. En cada minuto transcurrido se opera en mí una transición. Una metamorfosis. Como quien pierde una batalla sólo por la negación de querer librarla.


3 comentarios:

  1. hermosa descripcion,ademas muy cierta...estuvimos 50 dias en el sudeste asiatico este año,hicimos el mismo viaje en el mekong en slow boat,una experiencia increible...altamente recomendable!

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    1. Muchas gracias Cristian. Qué otros lugares conocieron en ese viaje?

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  2. hermosa descripcion,ademas muy cierta...estuvimos 50 dias en el sudeste asiatico este año,hicimos el mismo viaje en el mekong en slow boat,una experiencia increible...altamente recomendable!

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