Si lo que se
busca es desplazarse de un lugar al otro, son múltiples las alternativas que
existen en el sudeste asiático. Hay aviones de bajo costo, barcos con camas
cuchetas, trenes y buses. Pero si lo que se busca es palpitar el verdadero
pulso del pueblo, siempre es mejor optar por el medio de transporte de los lugareños.
La ruta
tradicional que une el norte de Tailandia con el corazón de Laos contempla tres
días de travesía, un verdadero derroche de horas en el marco de un viaje de un
mes. Cualquiera que esté desafiado a invertir semejante cantidad de recursos
seguramente se alertará. Y aquí es donde aflora el primer choque de
civilización. Los occidentales estamos acostumbrados a ganar tiempo. A comprar
ya. A querer todo ahora.
El corazón se
impacienta, las manos comienzan a sudar y el pulso se acelera descontrolado. El
cuerpo se prepara para la amenaza inminente: la impuntualidad y el derroche de
tiempo. Pero a medida en que las horas pasan, todos estamos destinados a sufrir
la más asombrosa metamorfosis. Un cambio en el que el ritmo acelerado del
cuerpo va cediendo lentamente hacia el pulso del laosiano. Va desarmándose
hasta bailar con el movimiento pausado del río Mekong.
Esta es la
crónica de los tres días que transcurrí en camino hacia Luang Prabang, una
ciudad del sudeste asiático de cascadas turquesas y gente que invita a compartir.
Epicentro de uno de los pocos países comunistas que subsisten en el mundo.
Sitio que muchos viajeros (erróneamente) se saltean en el recorrido. Un
increíble oasis en el que nadie intenta venderte nada. Un reducto de paz sin
carteles de Mac Donnalds ni promesas de un mundo feliz.
Día uno:
De Chiang Mai a Huai Xai en bus y ferry
A las 10 del
viernes 7 de marzo del 2014 abandoné Chiang Mai, la ciudad del norte de
Tailandia que se caracteriza por tener la mayor cantidad de templos budistas.
Podría decirse que mi visita fue exprés. Apenas si me quedé cuatro días. Pero
ese tiempo fue suficiente para que me adentrara por primera vez a la cultura
asiática. Tummarat Kornmakiaw, el joven monje del templo Wat Chedi Luang, me
había explicado con un inglés básico el significado de “dejarlo ir”.
“Buda nos
enseña que no tenemos que aferrarnos a las cosas materiales. Tampoco a los
sentimientos que nos oprimen el corazón. Si hay un dolor o una pena en la cual
no encontramos respuestas, siempre lo mejor es dejar ir ese sentimiento. Let it
go”.
La idea ahora
era llegar hasta Chiang Khong, ciudad del extremo norte de Tailandia donde el
país se une con Myanmar (ex Birmania) y Laos formando el Triángulo de Oro. En
la antigüedad, este era un punto neurálgico de Asia porque allí tenía lugar el
intercambio de sedas, especias y otras mercancías desde el corazón del imperio
jemer hasta el resto del continente.
El viaje en
bus podría haber sido perfecto, de no ser por mis repentinos ataques por ir al
baño. Cualquiera que piense visitar estas latitudes, deberá tomar unas
terribles pastillas verdes que caen como bomba al estómago. La Doxiciclina de 100
miligramos (Vibramicina según su nombre comercial) actúa como antibiótico
contra la malaria. Como todo lo bueno suele estar antecedido por algo negativo,
esta profilaxis tenía una maldición: generaba una gastritis terrible,
acompañada por las más inoportunas ganas de vomitar.
Al cabo de
seis horas, el chofer detuvo en seco el colectivo. Los pasajeros comenzaron a
bajar y preguntar por sus maletas. Quedé desorientada. Habíamos llegado al
centro de Chiang Khong pero nadie sabía decirme qué tenía que hacer en
consecuencia. Intenté en vano comunicarme con lugareños: apenas el 10 por
ciento de la población habla inglés. Estaba a punto de largarme a llorar cuando
Richard –un fotógrafo londinense- me dijo: “Puedes quedarte a dormir aquí o
intentar pasar la frontera. Si llegas hasta Huay Xai, la primera ciudad de
Laos, lograrás alojarte por un precio mucho más razonable”.
Me calcé la
mochila y lo seguí. Tomamos un taxi que nos dejó en la oficina de inmigración.
Tras hacer una cola de unos minutos, Richard se acercó a la ventanilla. Habló
con un señor de cara poco amistosa, se dio vuelta y me pidió un dólar. Al
principio no supe porqué. El misterio se reveló cuando noté que los pasaportes
que tenían la cara de Washington avanzaban más rápido en la fila. La divisa
norteamericana servía para acelerar el trámite del visado en la República de Laos en la
que estábamos por ingresar.
Pagamos por la
visa, logramos que nuestros pasaportes queden sellados y nos tomamos un ferry
que nos llevaría rumbo a Huay Xai (Hok Say). Fue la primera vez que me encontré
cara a cara con el Mekong. El quinto río más largo de Asia es la principal vía
de transporte de todo el sudeste. Así como los países occidentales desarrollan
cada vez más los trenes de alta velocidad, en este rincón del mundo en cambio
se sigue apostando por el mismo medio que se usaba siglos atrás. El río nace
en el Tíbet y recorre en total 4.880 kilómetros hasta terminar en Vietnam.
Famoso por su protagonismo en la Guerra Fría
y los constantes bombardeos norteamericanos de la década de 1960.
Al llegar a
Huay Xai me despedí de Richard y decidí alojarme en el Friendship Guesthouse,
un pequeño hotelito ubicado en sobre la neurálgica calle Saykhong. La vida de
esta ciudad de frontera palpita sobre esta avenida aunque ese latido tiene las
horas contadas. Las estrictas normas del comunismo obligan a los comerciantes a
cerrar sus locales a las 23. Sin excepciones. Cualquiera que ose a mantener
abiertos los negocios para el turismo será severamente multado. En Luang Prabang me encontraría
con el mismo fenómeno. Todo cierra a las 11 de la noche, a excepción de un
Bowling ubicado hacia las afueras de la ciudad. Pero ya llegaré a eso.
El Friendship
Guesthouse miraba a la calle mediante seis balcones de estilo francés de fines
del siglo 19. La mayoría de las construcciones de esta ciudad tenían el aspecto
de viejos cabarets y nunca sabías en qué momento iba a aparecer la bailarina de
cancán revoleando sus piernas. Edificios de dos pisos, sostenidos por balcones
de columnas jónicas y pasamanos de madera, todos tenían el estilo del país que
ofició de protector hasta la Primera Guerra
Mundial.
Es que a
partir de 1867, Francia convirtió a Laos en el principal proveedor de café y
opio de China. Las construcciones de Huay Xai rememoran aquella floreciente
época en la que Viang Chan (Vientiane por su traducción al francés) fue el
centro administrativo de la nación. En el Friendship Guesthouse, las escaleras
de caracol unen los dos pisos. Y en las habitaciones, hay varios artilugios que
te hacen dudar respecto al siglo que estás viviendo. Como el tomacorriente, que
era de madera y estaba abarrotado de cables.
En uno de los
balcones flameaba la bandera roja del comunismo. El martillo y la hoz te
recordaban las estrictas normas del régimen que había sido implantado en 1975.
Por ejemplo, que no estaba bien visto preguntar. O al menos eso demostró el
conserje del hotel. Era un joven despierto y vivaracho. Dispuesto a evacuar de
la mejor manera consultas del tipo: “cuánto cuesta la habitación, cuál es la
clave del wiffi y a qué hora sirven el desayuno”.
Ahora, si la
pregunta era más profunda sería ignorada con la más perfecta cara de póquer. Consultas
del tipo: “Usted es feliz viviendo aquí, qué tal es el comunismo, qué piensa
usted de sus gobernantes”, serán inmediatamente censuradas con una mirada de
desconcierto primero, y un silencio después. Ni excusas ni rechazo. Puro y duro
silencio.
En las calles
Huay Xai la gente tenía el aspecto de estar haciéndote una broma que no sabías
cuándo ni cómo iba a acabar. En un abarrotado mercadito de la calle Saykhong,
una muchacha sostenía un cartel que decía I
have everything for you. Llevaba el pelo teñido de rojo. Y el mismo color
había usado para remarcar sus labios y, exageradamente, sus pómulos. Esta es la
frase que más se repetía en la ciudad. Y la entonaban hombres y mujeres con
acento agudo, extendiendo hasta el infinito la última sílaba en forma de
iuuuuuuu.
En una
peluquería, mujeres se acomodan el aspecto. Vestían remeras de Superman y Hello
Kitty. Ante los ojos de los turistas, nunca dejaban de sonreír. Y eran tantas
las sonrisas que en algún momento pensé que eran fachadas. Que la gente en el
fondo escondía algo. O cuanto menos lo disimulaba. ¿Es posible que sonrían
tanto, todo el tiempo? A las 23 en punto, los comercios comenzaron a cerrar.
Las luces de la calle, a apagarse casi en una misma sintonía. Minutos después
ya no quedaba un alma en la vereda, a excepción de un perro. Y de unos
jovencitos de traje y corbata que se disponían a ir a un casamiento.
Día dos:
Desde Huay Xai hasta Pakbeng en slow boat
La distancia
que une Huay Xai con Luang Prabang es un poco menos que la que vincula la
ciudad de Córdoba con Buenos Aires. Son 477 kilómetros. Lo
que en Occidente demoraría poco más de seis horas, en estas latitudes tardará…
dos días.
-¿Dos días???-,
pregunto al señor de la boletería.
- Sí, dos días
–responde-. Son seis horas durante la primera jornada. Descansas en Pakbeng y
otras seis horas más para llegar a destino.
Dos días para
llegar a un destino –en el marco de un viaje de un mes- suena como una
verdadera amenaza para la mente occidental. Un cerebro que está acostumbrado a
los mensajes del tipo: “gane tiempo”, “compre ya” no entenderá el sentido de
semejante derroche de horas. Una vez más habrá que viajar por el río. Como me
enteraría más tarde, en precarios barcos de madera. Si bien tienen un motor, se
desplazan a una velocidad casi equivalente a la que iría un kayac impulsado por
dos hombres.
“Existe una
forma más rápida de llegar –aclara el vendedor-. Le llamamos ‘fast boat’. Es un
poco más costoso y demora apenas un día. Pero no te garantizo la seguridad.
Muchos turistas han muerto en el camino”.
En el muelle
de Huay Xai aprendo mi primera lección: más vale no apurar el transcurso
natural del tiempo. Más vale no tentar al destino con el apuro y mucho menos a
las serpientes o “nagas” que habitan en lo profundo del Mekong. Según la
creencia popular, estas místicas criaturas deciden sobre el destino de cada
embarcación. Si el hombre no rinde el culto que se merecen, pueden hacer
desaparecer los barcos con la facilidad de un coletazo primero y una bocanada
después.
Tratando de
contener mi ansiedad, compré por 1.800 bats mi boleto en el “slow boat” o bote
lento que me llevaría a Luang Prabang en dos días. Me acerqué al embarcadero y
noté que los barquitos eran mucho más precarios que lo imaginado. Los asientos
también eran de madera. Por eso muchos turistas, oportunamente, habían comprado
un almohadón en las agencias de viaje. En la parte de adelante estaba dispuesta
la casa de los espíritus, el sitio donde se rinde culto a las almas. En las
viviendas se encuentran siempre sobre el techo. En los barcos, en la proa.
Me senté en el
primer asiento y me dispuse a esperar. La segunda amenaza del día fue la
impuntualidad. Se suponía que íbamos a zarpar a las 11 pero terminamos
partiendo una hora y media después. Otra de las lecciones que me llevaría en
este periplo: en oriente la naturaleza domina al hombre y no al revés. Un barco
recién partirá cuando se hubiese llenado.
Por la
expresión de los rostros era muy fácil distinguir turistas de lugareños. Los
primeros estaban impacientes. Un grupo de norteamericanos repartió latitas de
cerveza de una conservadora. Otros tiraron una alfombra en el piso y comenzaron
a jugar al póker. Los laotianos en cambio estaban relajados. Una mujer se
pintaba las cejas, otra le entregaba un poco de arroz con pollo a su hija. Un
hombre miraba atónitamente al río y otro distinguía aquel que entraba con
pollitos en una bolsa de arpillera y gallinas en una jaula de mimbre.
Cuando el
capitán encendió el motor, en el barco ya no cabía un alfiler. Los pocos
espacios que habían quedado vacíos estaban colmados de bolsas de verduras y
tubérculos. El hombre que hasta ese momento tenía la vista fija en el río, sacó
de su bolso un racimo de bananas. Con la naturalidad de quien se lava los
dientes por la mañana, me entregó parte de su botín. Llevaba una camisa verde
militar de camuflaje, muy comunes en estas zonas. Ni siquiera preguntó si
quería, directamente compartió.
Es que en el
sudeste, el hombre es un eslabón más de la naturaleza. Tomará de ella lo que
necesite. Y el resto lo compartirá. Porque la reina madre es generosa y en el
mundo hay oportunidades para todos. Otra vez recordé las palabras del joven
monje que conocí en Chiang Mai: “Let it go”. A medida en que pasaban las horas,
se iba generando en mí una transformación. Una metamorfosis en el que mi ritmo
acelerado cedía lentamente ante el apacible curso del río.
Al cabo de
seis horas llegamos a Pakbeng, un pueblo de apenas una calle. Atardecía. Una
sopa hindú de calabaza y leche de coco fue lo último que recordé. El resto fue
dormir. Un profundo y largo sueño como no había tenido en años.
Porque a veces
las palabras no hacen falta y así lo demostró el lugareño que estaba sentado
justo enfrente mío. De piel avellana y sonrisa blanca de cuarto creciente,
asintió con la cabeza cuando un turista israelí compartió la música que estaba
escuchando con sus auriculares. Al tiempo ya era uno más del grupo. El hombre
repitió una a una las palabras que aparecían en la guía:
“Sabaidí”,
para expresar gracias.
“Kop Yai lai
lai”, muchas gracias.
“Lakón”,
adiós.
“Pak Kan Mai”,
te veo luego.
Otros dos
laotianos que hasta ese momento tenían la vista fija en el río voltearon sus
cabezas para presenciar la escena. Sonreían, pero esta vez en forma genuina.
“No entiendo lo que dices –seguramente pensaban-. Pero me divierte mucho
verte”. Vestían camperas militares. Uno de ellos, el del enorme anillo de oro,
sacó de su bolso un racimo de bananas. Y con la naturalidad de quien se lava
los dientes por la mañana, nos ofreció parte de su botín. Ni siquiera preguntó
si queríamos. Directamente cortó el fruto y la entregó. Fue este quizás mi
mayor choque de civilización.
Día tres:
Llegada triunfal a Luang Prabang
El domingo 9
de marzo, el barco parte a las 10.30. Esta vez nos toca de acompañantes una
pareja de laotianos con una pequeña de ojos vivos. Algunos comen manzanas rojas
y otras rosadas. Los papás sacan arroz con pollo de una bolsa de nailon y
comienzan a comerlo con la mano.
Esta vez el
paisaje alterna más sitios poblados. En cada una de sus costas, hay niños
jugando o ancianos sentados sobre los talones. Con las vistas fijas en el agua.
Es una creencia popular de que en el Mekong existen serpientes llamadas “naga”.
Si estas creaturas sobrenaturales se encuentran enojadas pueden decidir sobre
los destinos de una embarcación. Con sólo asomar su larga cola, puede voltear
el barco y hacerlo desaparecer sobre las fauces del río.
Van pasando
las horas y ya no recuerdo qué estoy haciendo aquí ni porqué. Transitar se
convierte en el fin último del viaje y no en un medio para llegar a un lugar.
Una puesta de sol, inabarcable a la vista, alienta a bajar aún más las
pulsaciones. Lentamente te vas poniendo a tono con el río y con el ritmo del
laotiano. En cada minuto transcurrido se opera en mí una transición. Una
metamorfosis. Como quien pierde una batalla sólo por la negación de querer
librarla.
hermosa descripcion,ademas muy cierta...estuvimos 50 dias en el sudeste asiatico este año,hicimos el mismo viaje en el mekong en slow boat,una experiencia increible...altamente recomendable!
ResponderEliminarMuchas gracias Cristian. Qué otros lugares conocieron en ese viaje?
Eliminarhermosa descripcion,ademas muy cierta...estuvimos 50 dias en el sudeste asiatico este año,hicimos el mismo viaje en el mekong en slow boat,una experiencia increible...altamente recomendable!
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