“Rats”
Un hombre en cueros, traje de
baño y ojotas ofrece algo imperceptible al primer oído. Está sentado en una
banqueta en la entrada de la santería Rainha do Mar. Es el Mercado de São
Joaquim, el más populoso de San Salvador de Bahía.
“Raaats”
La voz del vendedor va subiendo de
tono cuando nota que no hay moros en la costa. Y aumenta más el volumen ni bien
una pareja de turistas se detiene a mirarlo.
“Raaaaats”
Lo que en un principio fue un susurro
se transforma ahora en puro grito. Ha logrado captar la atención. Como las
palabras parecen no ser el lenguaje indicado para esta ocasión (no comparten el
idioma), el vendedor cierra los puños, dobla los codos y mueve los brazos hacia
delante y hacia atrás. En una clara alusión al sexo.
Los más diversos fetiches
destinados a los orixás, dioses
negros del candomblé, pueden conseguirse en esta santería. Gallos, palomas,
patas de buey, cuentas blancas y azules. Pero nada llama más la atención como
aquel hombrecito que en cueros –el teléfono móvil enganchado en su cintura-
ofrece pastillas para rendir.
“A los turistas ofrece viagra
–explica la guía Gabriela Parnetti-. En cambio a los que son de aquí, veneno
para ratas. Es común leer en los diarios que tal o cual se murió intoxicado. Pero
todos sabemos la verdad. La mujer bahiana no tiene medias tintas. Si descubre a
su marido en la cama con otra, entonces lo matará”.
Sin medias tintas, el poeta Jorge
Amado describió a esta Roma Negra: “La región se presenta libertaria y hasta un
punto violenta. No tiene temor de mostrar sus llagas”, escribió en Bahía de
Todos los Santos, Guías de Calles y Misterios (Losada 1980). Lo cierto es que a
esta ciudad del nordeste de Brasil se la ama y se la odia a la vez.
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Un niño desde la ventana me
apunta con una pistola de juguete azul. Desafiante, el pequeño increpa en la
primera cuadra de Os Alagados (Los Inundados),
la favela que le fue ganando terreno al mar con superficies edificadas a partir
de restos de basura. Al igual que la mayoría de las casas de aquí, ésta tiene
dos pisos. Ventanas muy pequeñas y puertas abiertas de par en par.
Es una calurosa y húmeda tarde de
febrero, en vísperas de carnaval. La Volkswagen gris de Gabriela recorre las dos
primeras cuadras y dobla hacia la izquierda. Ella tiene permiso para entrar, dice.
No cualquiera puede hacerlo.
En el Bar de los Amigos, decenas
de hombres beben cachaça y juegan
dominó. Las mesas que parecen fichas y la vereda, su tablero. Están
distribuidas por toda la cuadra. Un señor baja de un Ford Falcon bordó tres
cajones con botellas. Para que nunca falte, como solía decir un amigo antes de
brindar.
La camioneta se adentra por el
barrio y son otro tipo de viviendas las que se ven. Las que, literalmente,
fueron construidas sobre el mar. Abajo la estructura de palos y caños. Arriba,
casas flotantes de barro amasado y restos de cajones de basura. Una imagen de
Yansá se trasluce en una de las ventanas. Es la diosa de los vientos y de las
tormentas. Guerrera de las pasiones y de las aventuras. La estatua tiene tamaño
real, viste de rojo y está adornada por una línea de luces blancas. Como las de
un árbol de navidad.
Es la primera vez que veo en vivo
y en directo a un orixá, los dioses
del candomblé, la religión afro-brasileña que fue traída por los esclavos. Cada
uno de ellos tiene su correlato en alguna figura de la religión cristiana. Por
ejemplo, en la Iglesia
de Bonfim -ubicada en la península de Itapagipe-, el Cristo crucificado es además
Oxalá, hijo del Dios supremo. Así como la Virgen de la Concepción es además
Yemanjá, la diosa del mar.
Más tarde me enteraría que estaba
aproximándome a la religión de la resistencia. Cuando el fotógrafo Sergio
Maciel me explique, mientras comparto el asiento en el bus que me lleva a Praça
da Sé, que el candomblé es la segunda religión del bahiano, después del
cristianismo. Que durante mucho tiempo fue reprimida, por eso tuvo que
esconderse detrás de las figuras de la religión oficial. Y que no es correcto
hablar de sincretismo sino de mezcla y fusión.
–¿A qué resisten?–, pregunto.
–A perder su identidad, que es
muy fuerte.
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Meu catendê
de lá de China
Luante, meu catendê
Es sábado por la noche y en la iglesia
Senhora de Sant’Ana cerca de 25 músicos interpretan a cappella el tema de Vinicius de Moraes. Visten zapatos de payaso,
narices de payaso y sombreros de payaso. Con estos últimos esconden canas y
calvicies. Los cantores superan ampliamente la barrera de los 60 pero tienen
espíritu de niños. De a poco se van sumando vecinos de Río Vermelho, el barrio
costero donde Amado expiró su último aliento.
En esta plaza todos parecen
conocerse. Los que se han unido al grupo quienes han ido aquella noche a beber
cerveza. Al aire libre, disfrutan de las más deliciosas acarajés y beijus. Las
primeras son albóndigas fritas de poroto molido y camarones. Las segundas,
tortitas de tapioca espolvoreadas con azúcar. Las hay de todos los tamaños y
precios.
Me sorprende eso: en Bahía las
plazas son lugares de encuentro. En mi ciudad, en cambio, epicentros de
protestas. En unas se bailan zambas. En otras se esquivan bombas de estruendo.
En unas se actualiza el estado sentimental de los vecinos. En otras, se
protesta por el aumento del transporte urbano, los cortes de energía eléctrica
o las restricciones para la compra del dólar. En unas se tocan pandeiros. En otras, cacerolas.
Pero volvamos a Salvador porque
la fiesta está por comenzar. En esta plaza de piso adoquinado que mira hacia el
mar se dará inicio a la primera de una serie de seis noches de festejo sin
interrupciones. Señores y señoras, ha comenzado el carnaval.
Varre a voz o vendaval
Perdido no céu de espanto
Meu barco fere a distância
No disparo da inconstância
Me encontrei sem me esperar
De a poco la canción Catendê va
subiendo de intensidad. Ya no son sólo voces a capella. Hay tambores, pandeiros y todo tipo de percusión,
incluidas las palmas. El pueblo entero se ha plegado, acompañando las canciones
por él conocidas. Las que hablan del mar. Y que qué bonito es todo.
En cuestión de minutos se ha
formado una marea de gente. Una compacta masa humana que, cantando, comienza
girar en dirección a las agujas del reloj. Da vueltas alrededor de la iglesia
como en épocas primitivas se giraba alrededor de un fogón. La misma danza instintiva.
El mismo ritmo del tambor.
“Le damos vueltas a la iglesia
porque no tenemos otro lugar. La intendencia no nos deja cortar la calle”,
explica una de las mujeres que acompaña la procesión. No conozco la letra, pero
para ese entonces los versos ya me han entrado por los oídos, han dado un par
de vueltas por mi estómago y han salido por mi piel. Erizándola.
La música continúa hasta bien
entrada la madrugada. Sólo falta Vadinho, el marido de Doña Flor. La señora que
hasta hace un rato conmigo hablaba, ha comenzado a llorar.
Quanto mais o tempo avança
Mais me perco neste mar
E no rumo do segredo
Caminhei todo o caminho
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El candomblé se rinde culto en casas
de santos llamadas terreiros. En
Salvador hay 1.165 de estos templos, según un relevamiento difundido en 2008 y
que fue realizado por el Centro de Estudios Afro-Orientales de la Universidad Federal
de Bahía. Tuve la posibilidad de visitar el Axé Opô Afonjá, uno de los más
grandes junto con el de Engenho Velho.
Durante el carnaval, buena parte
de los espacios sagrados permanecen cerrados pero aún así sorprenden algunos
detalles. En el piso de las casas destinadas a los dioses hay restos de maíz,
plumas y huesos. Nada que pudiese encontrar en otra ciudad de Latinoamérica, a
excepción de Cuba, donde se rinde culto a la santería. O de Haití, con el vudú.
Alguien ha rodeado a un árbol con cintas coloradas. Y ha puesto hojas de palma
deshilachadas en la entrada de la casa en la que se venera a Yemanjá. Para que
los malos espíritus se queden afuera.
Si quieres ser parte de este
templo, deberás ser sometido a un “juego de caracoles”, especie de oráculo en
el que la madre de santo determinará qué dios comenzará a regir tu vida. Porque
ése es el significado de orixá: dueño
de tu cabeza.
Cleidiana Ramos, periodista del
diario La Tarde
especializada en temas de religión, asegura que entre el candomblé y el
catolicismo existe una aproximación por semejanza: “Imagínate que eras una
mujer que vivía en Nigeria. Un buen día, mientras te dirigías al mercado,
alguien te captura y te embarca en un viaje con destino incierto, en pésimas
condiciones de salubridad. Si tienes la suerte de sobrevivir, puede que te
vendan como esclava. Después de un tiempo te irás adaptando a las costumbres de
Brasil, incluida la práctica de la religión oficial. Cuando ingresas a la Iglesia de Bonfim, que
queda en una colina, te enteras de que ahí se venera al ‘hijo del dios
supremo’. Inmediatamente te acuerdas de Oxalá que, en tu tierra, es hijo de
Olorum, también dios supremo. El que creó el mundo a partir de una colina que
es conocida como ‘el ombligo del mundo’. Lograste un reconocimiento por
semejanza”.
En Opô Afonjá hay espacios
sagrados restringidos a quienes pasan por un proceso de iniciación religiosa. Y
lugares públicos en los que se celebran fiestas llamadas barracão. Celebraciones en las que las sacerdotisas entran en
trance, incorporan a los dioses y son portadoras de su mensaje. Otra vez, como
en los árboles, usarán lazos rojos en el cuerpo. Para que los espíritus no se
puedan escapar.
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El carnaval de Bahía tiene un
costado más comercial que el que se palpita en las plazas. Hay tres circuitos
establecidos por toda la ciudad, en las que los artistas desfilan por
determinadas calles. Y lo hacen en los llamados “tríos elétricos”, camiones con
parlantes de altísimo volumen sobre los cuales los cantantes pasan con sus
bandas.
En el circuito Barra/Ondina, más
conocido como “Dodó”, el carnaval tiene una versión popular. Y una VIP. Porque
a lo largo de toda la avenida Oceánica, por donde desfilarán los artistas,
existen balcones con vistas preferenciales. Son los llamados “camarotes” que cuestan
alrededor de 500 reales por noche. Son especies de discotecas all inclusive. Adentro, las más
deliciosas comidas. Afuera, el pueblo.
También existen los blocos (bloques) conformados por una
marea de gente que está dispuesta a pagar entre 220 y 860 reales la noche con
tal de estar al lado de su artista favorito. Portan camisetas coloridas
llamadas abadá y tienen el privilegio
de estar “del otro lado de la cuerda”. Es que mientras el artista desfila por
la calle, un séquito de asistentes sostiene cuerdas para dividir a quienes
pagaron por la camiseta y quienes no. Adentro, los que pagaron. Afuera, el
pueblo.
En 1999, la cantante Daniela
Mércuri comenzó a luchar por un carnaval más inclusivo y popular. Luego le
siguieron otros, como Carlinhos Brown. El músico que formó una escuela en la
favela Candeal se sumó a la lucha por la eliminación de las divisiones cuando,
en el carnaval de 2006, pasó frente al camarote en el que estaba el ministro de
Cultura Gilberto Gil y pidió que se acabara con “el apartheid de la fiesta”.
Es la última noche del carnaval y,
en la avenida Oceánica, el parlante anuncia la llegada de Carlinhos Brown. El
músico había prometido pasar sin cuerdas y un grupo de Policías aguarda
expectante. En la calle hay mezcla de olores: pollo frito, frutas tropicales y
orín.
Cerca de las dos de la madrugada,
el rey de Candeal aparece vestido con plumas y taparrabos. Una mujer de blanco
tira pétalos de rosa. Y dos transexuales le hacen el coro a la nutrida
percusión de la banda. El público se integra a los músicos y nada malo pasa. No
existe ningún desborde, excepto el que acontece en las tripas.
Antes de llegar al final del
recorrido, comienza a llover. Nadie intenta cubrirse. El hombre es un elemento
más de su entorno. Si el clima se pone feo, ninguno sacará un paraguas. Y si
sienten la llamada de la naturaleza, harán lo que deban hacer en la calle misma.
Brown canta Gaora (garúa) y el pueblo
baila endemoniado. Aquí sí que existe un “apartheid”, pero es espiritual.
Afuera, los problemas. Adentro, la vida.
muy bueno¡¡¡¡ BUENISIMA PAGINA
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