miércoles, 30 de julio de 2014

Bahía sin medias tintas

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“Rats”
Un hombre en cueros, traje de baño y ojotas ofrece algo imperceptible al primer oído. Está sentado en una banqueta en la entrada de la santería Rainha do Mar. Es el Mercado de São Joaquim, el más populoso de San Salvador de Bahía.
“Raaats”
La voz del vendedor va subiendo de tono cuando nota que no hay moros en la costa. Y aumenta más el volumen ni bien una pareja de turistas se detiene a mirarlo.
“Raaaaats”
Lo que en un principio fue un susurro se transforma ahora en puro grito. Ha logrado captar la atención. Como las palabras parecen no ser el lenguaje indicado para esta ocasión (no comparten el idioma), el vendedor cierra los puños, dobla los codos y mueve los brazos hacia delante y hacia atrás. En una clara alusión al sexo.
Los más diversos fetiches destinados a los orixás, dioses negros del candomblé, pueden conseguirse en esta santería. Gallos, palomas, patas de buey, cuentas blancas y azules. Pero nada llama más la atención como aquel hombrecito que en cueros –el teléfono móvil enganchado en su cintura- ofrece pastillas para rendir.
“A los turistas ofrece viagra –explica la guía Gabriela Parnetti-. En cambio a los que son de aquí, veneno para ratas. Es común leer en los diarios que tal o cual se murió intoxicado. Pero todos sabemos la verdad. La mujer bahiana no tiene medias tintas. Si descubre a su marido en la cama con otra, entonces lo matará”.
Sin medias tintas, el poeta Jorge Amado describió a esta Roma Negra: “La región se presenta libertaria y hasta un punto violenta. No tiene temor de mostrar sus llagas”, escribió en Bahía de Todos los Santos, Guías de Calles y Misterios (Losada 1980). Lo cierto es que a esta ciudad del nordeste de Brasil se la ama y se la odia a la vez.

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Un niño desde la ventana me apunta con una pistola de juguete azul. Desafiante, el pequeño increpa en la primera cuadra de Os Alagados (Los Inundados), la favela que le fue ganando terreno al mar con superficies edificadas a partir de restos de basura. Al igual que la mayoría de las casas de aquí, ésta tiene dos pisos. Ventanas muy pequeñas y puertas abiertas de par en par.
Es una calurosa y húmeda tarde de febrero, en vísperas de carnaval. La Volkswagen gris de Gabriela recorre las dos primeras cuadras y dobla hacia la izquierda. Ella tiene permiso para entrar, dice. No cualquiera puede hacerlo.
En el Bar de los Amigos, decenas de hombres beben cachaça y juegan dominó. Las mesas que parecen fichas y la vereda, su tablero. Están distribuidas por toda la cuadra. Un señor baja de un Ford Falcon bordó tres cajones con botellas. Para que nunca falte, como solía decir un amigo antes de brindar.
La camioneta se adentra por el barrio y son otro tipo de viviendas las que se ven. Las que, literalmente, fueron construidas sobre el mar. Abajo la estructura de palos y caños. Arriba, casas flotantes de barro amasado y restos de cajones de basura. Una imagen de Yansá se trasluce en una de las ventanas. Es la diosa de los vientos y de las tormentas. Guerrera de las pasiones y de las aventuras. La estatua tiene tamaño real, viste de rojo y está adornada por una línea de luces blancas. Como las de un árbol de navidad.
Es la primera vez que veo en vivo y en directo a un orixá, los dioses del candomblé, la religión afro-brasileña que fue traída por los esclavos. Cada uno de ellos tiene su correlato en alguna figura de la religión cristiana. Por ejemplo, en la Iglesia de Bonfim -ubicada en la península de Itapagipe-, el Cristo crucificado es además Oxalá, hijo del Dios supremo. Así como la Virgen de la Concepción es además Yemanjá, la diosa del mar.
Más tarde me enteraría que estaba aproximándome a la religión de la resistencia. Cuando el fotógrafo Sergio Maciel me explique, mientras comparto el asiento en el bus que me lleva a Praça da Sé, que el candomblé es la segunda religión del bahiano, después del cristianismo. Que durante mucho tiempo fue reprimida, por eso tuvo que esconderse detrás de las figuras de la religión oficial. Y que no es correcto hablar de sincretismo sino de mezcla y fusión.
–¿A qué resisten?–, pregunto.
–A perder su identidad, que es muy fuerte.

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Meu catendê
de lá de China
Luante, meu catendê

Es sábado por la noche y en la iglesia Senhora de Sant’Ana cerca de 25 músicos interpretan a cappella el tema de Vinicius de Moraes. Visten zapatos de payaso, narices de payaso y sombreros de payaso. Con estos últimos esconden canas y calvicies. Los cantores superan ampliamente la barrera de los 60 pero tienen espíritu de niños. De a poco se van sumando vecinos de Río Vermelho, el barrio costero donde Amado expiró su último aliento.
En esta plaza todos parecen conocerse. Los que se han unido al grupo quienes han ido aquella noche a beber cerveza. Al aire libre, disfrutan de las más deliciosas acarajés y beijus. Las primeras son albóndigas fritas de poroto molido y camarones. Las segundas, tortitas de tapioca espolvoreadas con azúcar. Las hay de todos los tamaños y precios.
Me sorprende eso: en Bahía las plazas son lugares de encuentro. En mi ciudad, en cambio, epicentros de protestas. En unas se bailan zambas. En otras se esquivan bombas de estruendo. En unas se actualiza el estado sentimental de los vecinos. En otras, se protesta por el aumento del transporte urbano, los cortes de energía eléctrica o las restricciones para la compra del dólar. En unas se tocan pandeiros. En otras, cacerolas.
Pero volvamos a Salvador porque la fiesta está por comenzar. En esta plaza de piso adoquinado que mira hacia el mar se dará inicio a la primera de una serie de seis noches de festejo sin interrupciones. Señores y señoras, ha comenzado el carnaval.

Varre a voz o vendaval
Perdido no céu de espanto
Meu barco fere a distância
No disparo da inconstância
Me encontrei sem me esperar

De a poco la canción Catendê va subiendo de intensidad. Ya no son sólo voces a capella. Hay tambores, pandeiros y todo tipo de percusión, incluidas las palmas. El pueblo entero se ha plegado, acompañando las canciones por él conocidas. Las que hablan del mar. Y que qué bonito es todo.  
En cuestión de minutos se ha formado una marea de gente. Una compacta masa humana que, cantando, comienza girar en dirección a las agujas del reloj. Da vueltas alrededor de la iglesia como en épocas primitivas se giraba alrededor de un fogón. La misma danza instintiva. El mismo ritmo del tambor.
“Le damos vueltas a la iglesia porque no tenemos otro lugar. La intendencia no nos deja cortar la calle”, explica una de las mujeres que acompaña la procesión. No conozco la letra, pero para ese entonces los versos ya me han entrado por los oídos, han dado un par de vueltas por mi estómago y han salido por mi piel. Erizándola.
La música continúa hasta bien entrada la madrugada. Sólo falta Vadinho, el marido de Doña Flor. La señora que hasta hace un rato conmigo hablaba, ha comenzado a llorar.

Quanto mais o tempo avança
Mais me perco neste mar
E no rumo do segredo
Caminhei todo o caminho

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El candomblé se rinde culto en casas de santos llamadas terreiros. En Salvador hay 1.165 de estos templos, según un relevamiento difundido en 2008 y que fue realizado por el Centro de Estudios Afro-Orientales de la Universidad Federal de Bahía. Tuve la posibilidad de visitar el Axé Opô Afonjá, uno de los más grandes junto con el de Engenho Velho.
Durante el carnaval, buena parte de los espacios sagrados permanecen cerrados pero aún así sorprenden algunos detalles. En el piso de las casas destinadas a los dioses hay restos de maíz, plumas y huesos. Nada que pudiese encontrar en otra ciudad de Latinoamérica, a excepción de Cuba, donde se rinde culto a la santería. O de Haití, con el vudú. Alguien ha rodeado a un árbol con cintas coloradas. Y ha puesto hojas de palma deshilachadas en la entrada de la casa en la que se venera a Yemanjá. Para que los malos espíritus se queden afuera.
Si quieres ser parte de este templo, deberás ser sometido a un “juego de caracoles”, especie de oráculo en el que la madre de santo determinará qué dios comenzará a regir tu vida. Porque ése es el significado de orixá: dueño de tu cabeza.
Cleidiana Ramos, periodista del diario La Tarde especializada en temas de religión, asegura que entre el candomblé y el catolicismo existe una aproximación por semejanza: “Imagínate que eras una mujer que vivía en Nigeria. Un buen día, mientras te dirigías al mercado, alguien te captura y te embarca en un viaje con destino incierto, en pésimas condiciones de salubridad. Si tienes la suerte de sobrevivir, puede que te vendan como esclava. Después de un tiempo te irás adaptando a las costumbres de Brasil, incluida la práctica de la religión oficial. Cuando ingresas a la Iglesia de Bonfim, que queda en una colina, te enteras de que ahí se venera al ‘hijo del dios supremo’. Inmediatamente te acuerdas de Oxalá que, en tu tierra, es hijo de Olorum, también dios supremo. El que creó el mundo a partir de una colina que es conocida como ‘el ombligo del mundo’. Lograste un reconocimiento por semejanza”.
En Opô Afonjá hay espacios sagrados restringidos a quienes pasan por un proceso de iniciación religiosa. Y lugares públicos en los que se celebran fiestas llamadas barracão. Celebraciones en las que las sacerdotisas entran en trance, incorporan a los dioses y son portadoras de su mensaje. Otra vez, como en los árboles, usarán lazos rojos en el cuerpo. Para que los espíritus no se puedan escapar.

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El carnaval de Bahía tiene un costado más comercial que el que se palpita en las plazas. Hay tres circuitos establecidos por toda la ciudad, en las que los artistas desfilan por determinadas calles. Y lo hacen en los llamados “tríos elétricos”, camiones con parlantes de altísimo volumen sobre los cuales los cantantes pasan con sus bandas.
En el circuito Barra/Ondina, más conocido como “Dodó”, el carnaval tiene una versión popular. Y una VIP. Porque a lo largo de toda la avenida Oceánica, por donde desfilarán los artistas, existen balcones con vistas preferenciales. Son los llamados “camarotes” que cuestan alrededor de 500 reales por noche. Son especies de discotecas all inclusive. Adentro, las más deliciosas comidas. Afuera, el pueblo.
También existen los blocos (bloques) conformados por una marea de gente que está dispuesta a pagar entre 220 y 860 reales la noche con tal de estar al lado de su artista favorito. Portan camisetas coloridas llamadas abadá y tienen el privilegio de estar “del otro lado de la cuerda”. Es que mientras el artista desfila por la calle, un séquito de asistentes sostiene cuerdas para dividir a quienes pagaron por la camiseta y quienes no. Adentro, los que pagaron. Afuera, el pueblo.
En 1999, la cantante Daniela Mércuri comenzó a luchar por un carnaval más inclusivo y popular. Luego le siguieron otros, como Carlinhos Brown. El músico que formó una escuela en la favela Candeal se sumó a la lucha por la eliminación de las divisiones cuando, en el carnaval de 2006, pasó frente al camarote en el que estaba el ministro de Cultura Gilberto Gil y pidió que se acabara con “el apartheid de la fiesta”.
Es la última noche del carnaval y, en la avenida Oceánica, el parlante anuncia la llegada de Carlinhos Brown. El músico había prometido pasar sin cuerdas y un grupo de Policías aguarda expectante. En la calle hay mezcla de olores: pollo frito, frutas tropicales y orín.
Cerca de las dos de la madrugada, el rey de Candeal aparece vestido con plumas y taparrabos. Una mujer de blanco tira pétalos de rosa. Y dos transexuales le hacen el coro a la nutrida percusión de la banda. El público se integra a los músicos y nada malo pasa. No existe ningún desborde, excepto el que acontece en las tripas.
Antes de llegar al final del recorrido, comienza a llover. Nadie intenta cubrirse. El hombre es un elemento más de su entorno. Si el clima se pone feo, ninguno sacará un paraguas. Y si sienten la llamada de la naturaleza, harán lo que deban hacer en la calle misma. Brown canta Gaora (garúa) y el pueblo baila endemoniado. Aquí sí que existe un “apartheid”, pero es espiritual. Afuera, los problemas. Adentro, la vida.

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