martes, 12 de junio de 2018

Muchos asocian a los gitanos con las carpas alfombradas, los colchones apilados y una vida itinerante, de acá para allá. Sin embargo, Guillermo Traico –60 años, calvo y espalda robusta– está pintando su casa de rojo.

Amante de los espacios amplios, también construye dos habitaciones más en planta alta. Su casa está en barrio San Nicolás, epicentro del mundo gitano, al este de la ciudad de Córdoba.

“Si vos me preguntás ahora, me quedo mil veces con la carpa – asegura el hombre, pantalón y remera negra, collar de oro y anteojos RayBan–. Amo mi raza. Me encanta andar de un lado para el otro. Pero si el mundo cambia, nosotros también tenemos que cambiar”.


La familia Traico vive en barrio San Nicolás, epicentro del mundo gitano en la ciudad de Córdoba 

Para este pueblo de costumbres milenarias, es cada vez más complicado encontrar un terreno donde establecerse. Ya casi no quedan sitios baldíos y sus propietarios no los tratan bien. 

“Teníamos que decir mentiras piadosas para que nos prestaran un espacio. Que el jefe no estaba, pero que vendría luego a dar las gracias. A esa mentira la queremos sacar. Eso quiero que pongas: los gitanos somos independientes. Trabajamos por nuestra cuenta”, agrega Guillermo, quien se dedica a comprar y vender camiones.

El vocero de la familia Traico nos ha citado en su casa para hablar sobre un proyecto que tiene en mente: la creación de la primera iglesia gitana en Córdoba. Hace dos años, conoció al Papa Francisco, en la convocatoria del sumo pontífice a todos los gitanos del mundo. Y desde ese momento mastica la idea, para la cual, asegura, ya consiguió lugar.

La misa que planifica estaría presidida por un pastor evangelista, gitano claro, y sería abierta para todos los credos. “Acá todavía no tenemos curas de nuestra raza, en España sí; pero ya los vamos a tener”.
“Si hay un solo Dios, ¿por qué tenemos que estar divididos en tantas iglesias? Poné que lo digo yo: ‘Si hay un solo Dios, ¿Por qué tenemos que estar divididos en tantas iglesias?’”.

Traico se sienta en la punta de  una mesa y muestra las fotos que se sacó con el Papa. Como buen jefe que es, intenta monopolizar el eje de la charla. Ya no quiere hablar de la iglesia, todavía no tiene los detalles. Quiere hablar sobre discriminación.


Guillermo Traico intenta monopolizar el eje de la conversación. 

–¿No se contradice la religión católica con sus costumbres ancestrales?– pregunto. 

–No –responde Traico–. Las gitanas adivinan, es un don que Dios les dio. Entonces, si vos tenés fe, ellas te curan. El empacho, la ojeadura, la pata de cabra, todo eso te curan. Siempre hacen el bien. No hay gitanas brujas.

El hombre se levanta de repente y pide que lo acompañemos a su altar. Atravesamos un pasillo que cruza la cocina y allí, en una mesa con mantel, reciben ofrendas dos imágenes de Yemanyá. “Le doy caramelos, perfumes, sandía, melón. Todo eso quiere ella”, asegura, en relación a la diosa suprema del candomblé, religión negra del norte de Brasil.

La reina del mar no está sola. En el altar se mezclan estatuillas de vírgenes: la del Valle, de Catamarca, y la de Lourdes, de Alta Gracia. Velas, flores y espejos conviven en armónico sincretismo.


En el altar gitano, la diosa del mar Yemanyá convive con vírgenes cristianas. 

El milagro del lavarropas

Raquel Traico conoció a su esposo Guillermo el día de su casamiento. En ese entonces vivía en un pueblo cerca de Goya, provincia de Corrientes, y tenía 19 años. “Mi suegro era muy amigo de mi padre. Un día vino a casa y estábamos sentadas las tres hermanas solteras: Marta, Viviana y yo. ‘Elegite la que quieras’, le dijo mi papá. ‘Me gusta esa’, contestó mi suegro, sin conocerme. Al tiempo me estaba casando con alguien que nunca antes había visto”, relata.

La mujer, de pelo canoso atado con un pañuelo –como establecen las reglas para las casadas–, no se queja de la elección. “Gracias a Dios tuve un marido bueno, tres hijos, 13 nietos y seis bisnietos. Pero tengo conocidas que no tienen opción. ¿Creés que te miento, hija?”.


Traico presenta sus nietas solteras. A los esposos los eligen los cabecillas de la familia. 
Los gitanos tienen reglas muy estrictas. En este mundo no está permitido el noviazgo y los padres eligen los candidatos de sus hijos. La mujer debe llegar virgen al matrimonio, por respeto a los cabecillas de la familia. Así se defienden los pueblos que han sido desplazados: con normas rigurosas que protegen sus tradiciones.

Raquel, de 64 años, tampoco encuentra contradicciones entre sus costumbres ancestrales y la religión católica: “Yo soy espiritual. Leo la suerte. Hoy ya no ves gitanas que adivinan en la calle. Lo hago aquí, en mi casa. Mi hermana Lucrecia también lo hacía, pero ahora entró en la religión evangélica y ya no lo hace más. Hay muchos gitanos evangélicos”.

La mujer recibe en su vivienda a hombres y mujeres que buscan respuestas en la palma de la mano.  Aquí está más cómoda que en la carpa. “Antes, para lavar la ropa, tenía que pedirle agua a una vecina y llenar la palangana. Ahora, gracias a Dios, tengo lavarropas”.

La familia se excusa de no poder ofrecer el tradicional té con canela y frutas. La casa está en obras. Guillermo nos acompaña hasta la puerta, y ahora sí se queja sobre la discriminación: “Dicen muchas cosas de nosotros, hija. Las madres asustan a sus chiquitos: ‘No salgas a la calle, te va a llevar la gitana’. Y cuando nos ven, se cruzan de calle.  Imaginate cómo nos sentimos.  Poné que yo digo: ‘No somos fantasmas’. ¿Pusiste?”

 Al despedirnos, prometemos volver al barrio para el 8 de diciembre. En el aniversario del Día de la Virgen, la comunidad prepara un gran festejo. Guillermo saluda desde la puerta, agitando sus enormes manos: “Vas a ver que somos familieros. Amamos el respeto, casi tanto como el oro”.

Los Traico, exponentes de una enorme raza ancestral, apenas si caben en esta casa de barrio San Nicolás. Nosotros, “los criollos”, nos vamos con la sensación de haberlos espiado solamente por la mirilla.



Artículo publicado en Día a Día el 18 de noviembre de 2017. Fotografías de Nicolás Bravo. 





domingo, 10 de diciembre de 2017

Shiva Kumar Rai lleva en sus genes el ADN de los kirati, la más prestigiosa casta de chamanes de Katmandú. Cuando su padre murió, en marzo del año pasado, le dejó tres hermanos de distintas madres –uno de ellos nació tres meses antes que él– y un legado de sabiduría ancestral basado en un complejo sistema de influencias de nueve planetas. Este aprendiz de hechicero tiene lo que todo nepalí aspira a tener: un buen apellido.

Llegué a su casa de barrio Naikap, al noroeste de la capital de Nepal, invitada por una amiga en común. El patio estaba ordenado y limpio, algo inusual en Katmandú, y en una de las paredes borravino había una campanita que cada tanto alguien hacía sonar para ahuyentar los malos espíritus.

El repiqueteo de varios tambores sonaba desde el interior de la vivienda, a la que sólo se accedía descalzo. “El universo está lleno de sonidos. Sin música, no podemos comunicarnos con la energía”, diría más tarde el  anfitrión, quien lleva 23 años estudiando chamanismo, pero aún no ha logrado graduarse.



Su escasa estatura no hacía justicia de su discurso seguro: Shiva era capaz de convencer al más incrédulo. Esa tarde calurosa de abril, llevaba una boina marrón.


"El miedo bloquea el sistema de chacras– dijo, en relación a los siete puntos energéticos del cuerpo–. Hay que volver a la naturaleza porque allí habitan los espíritus que nos ayudan a tener un buen karma".

Sonriendo con su dentadura perfecta, resaltada por su tez morena, sirvió un delicioso té negro de jengibre y pidió que regresara al día siguiente, para una sesión “de limpia”, donde “desbloquearía mi energía”. Le hice caso, reconozco, por curiosidad.

Malas constelaciones

Volví puntual a la hora convenida. Con cara de dormido, Shiva me preguntó si tenía la regla. Aclaró que la menstruación era un período de purificación y que, durante ese tiempo, no estaban permitidas las curaciones. Recién cuando me reconocí libre de pecado, pude entrar a su templo de sanaciones, hechicerías y misterios.

La aterradora imagen de Bhairav, el dios del fuego, oficiaba de bienvenida, con sus cuatro manos y su corona de calaveras. Entonces recuerdo que, en Nepal, las divinidades no siempre están en paz y pueden también demostrar ira. Cielo e infierno son dos piezas que se encastran en una indisoluble realidad.

Máscaras aterradoras miraban hacia el sur, el sitio donde habitan los seres del purgatorio. “Para luchar contra los demonios, mejor tenerlos en casa”, comentaba el aprendiz de chamán. Colgando del techo, antiguos tambores de cuero. Y, en una especie de altar, tres elementos: un cuenco con arroz, un jarrón con helechos y una vela siempre encendida.



Una viejita de pelo negro, tirante hacia atrás, entró mirando el suelo. Era la tía de Shiva, perteneciente a la misma casta –así se define, como en India, la estricta división social entre familias–. En un dialecto que no pude reconocer, preguntó por qué había venido, y él me tradujo. Entonces hablé de mi mal de tiroides y de lumbar. Comenté que, cuando me enojaba, no lo decía en el momento y después explotaba.

Me senté en el piso sobre un almohadón, cerré los ojos y escuché a la hechicera cantar una especie de mantra.

La mujer tomó mi muñeca, como si midiera el pulso, mientras recitaba su salmodia. Continuó con la mano derecha y, al detectar el mismo punto, supe que algo no andaba bien. Su canto se tornó potente, frenético, impulsivo. Hasta que estalló en grito. Abrí los ojos: noté su mirada desencajar. ¿Qué pasó? “Es que tenés los planetas desalineados”. ¿Cómo?

–Todos los seres estamos conectados a un círculo de nueve planetas –tradujo Shiva–. Pero además existen otras constelaciones que nos traen problemas. Las llamamos grahas. Hace unos tres meses, los planetas se te desalinearon, te quedaste sin trabajo y sin amor, bajo la influencia de malos espíritus.

–Pero tengo trabajo y amor–, retruqué.

–Sí, pero eso hace que explotes. No te preocupes, el dios supremo de los hinduistas también quedó encerrado en una mala constelación. Entonces se convirtió en escarabajo y pudo salir, ayudando a fertilizar la tierra.



Amuleto con instrucciones

La viejita retomó su salmodia valiéndose de las medicinas de su altar. Con el humo de la vela formó aureolas. Cantó más fuerte. Con el agua del florero me bendijo. Cantó más fuerte aún. Con el arroz del cuenco, me lo tiró como ofrenda, hasta que el rezo se volvió grito y el grito temblor. Se sacudió así, poseída, tal como la viajera Alexandra David-Néel describió una sesión espiritista del Tíbet:


"Cuando el médium comienza a temblar compulsivamente es que ya ha tomado posesión de él un ser del otro mundo: dioses, genios, demonios o espíritu de un muerto. Entonces se pone frenético y canta, con voz entrecortada, lo que el personaje invisible quiere comunicar".

Así estaba la mujer, traduciendo quien sabe qué cosas desde el más allá, hasta que largó un alarido y se desplomó. Tardó unos minutos en recobrarse, tomó el cuenco de arroz y salió de la habitación. Regresó con la compotera vacía y un talismán –un colgante de hilos de colores–, que me entregó con estrictas instrucciones: no dejar que nadie lo tocara.

Me levanté del suelo –estaba mareada– y entregué a Shiva mi contribución. Antes de irme, le pregunté cuánto tiempo duraría mi desbalance. A lo que contestó:

–No sabría decirte. Tres meses, o tres años quizás. 

Dejé atrás las calaveras y las máscaras horripilantes. Antes de cruzar las rejas negras, hice sonar la campana para ahuyentar los malos espíritus. Por las dudas nada más.




La gran noticia del año en el Tíbet no es la aparición de un nuevo monje iluminado, o la repatriación del Dalai Lama. Es el desembarco del primer McDonalds y la primera Nike store. En un shopping flamante en Lhasa, la capital, estos dos colosos ponen un pie en el último bastión donde lo espiritual –hasta ahora– sigue siendo ley. 

La lucha de fuerzas entre lo sagrado y lo profano es un choque cultural que aquí se transmite en cada esquina. China, que llegó en 1959, arrasó con todo y, por ahora, a pesar de la presión internacional, no piensa volver atrás.

Aterricé entre el Himalaya –y sus picos que superan en casi dos mil metros a nuestro Aconcagua–, con una mentira. Dije que era maestra. “No puedes mencionar que eres periodista –me recomendó Guzmán Escardo, guía español, en mis preparativos de viaje–. Es posible que no te den la visa. Además, no lleves libros porque te los quitan, y menos si son del Dalai Lama”. Seguí su consejo.

El Gobierno de Beijing permite las visitas de los extranjeros en la región, sólo con compañías de turismo autorizadas por ellos mismos.


Un guía menudo y sonriente me cuelga una estola de satén al cuello, en el aeropuerto, en señal de bienvenida. Lo llamaremos –para no comprometer su nombre– Pemba, “nacido un viernes”, como acostumbran bautizar a los tibetanos. En la traffic blanca con la que recorreremos estos siete días, el guía advierte: “Hablar sobre la relación de China con Tíbet no está permitido aquí”, y señala una cámara de seguridad entre el acompañante y el conductor. Un gran hermano que todo lo escucha.

Cuando ya empezaba a arrepentirme de mi obstinación por la Ciudad Prohibida, el panorama, afuera de la traffic, cambia. Allí, en las calles aún se respira espiritualidad. Mujeres con polleras hasta los talones pasan cantando y girando, siempre hacia la izquierda, sus molinillos de oración, pues así establece el rito que las prepara para la próxima vida. Algunas se persignan y se tiran al piso. Los hombres acompañan con sus sombreros de fieltro y sus rosarios de 108 cuentas, número sagrado en el Himalaya, que en sánscrito significa “reino de las nieves”. Recitan pasajes litúrgicos y mantras, como el todopoderoso Om mani padme hum.


En este gueto sin China, los taxistas no conducen vehículos: pedalean tricicletas. Atrás, en un carro, dos pasajeros llevan un termo con chang, la cerveza artesanal que en Tíbet se toma como en Córdoba el Fernet con Coca. Son monjes de rostros altivos –aquí se los venera como en Argentina un futbolista–, y da la impresión de entrar a una maravillosa cápsula del tiempo. La piel se te eriza como por arte de magia y el profano Occidente queda fuera de juego.


Resistencia silenciosa 

Al día siguiente, cuando partimos al campo base del Everest, a Pemba se lo ve preocupado. El dueño de la agencia lo había retado por mencionar la tensión de China con Tíbet. ¿Cómo se había enterado? Fácil: por la cámara de seguridad. Continuamos viaje hablando sobre filosofía. 

“Todos los fenómenos que percibimos son producto de la mente –sentencia con tono de sabio–. Nuestra conciencia agitada produce temores, alegrías, odios y deseos. Hay que liberarse de todas las cadenas. La paz es para quienes dejan escapar lo que han sujetado”.

Un oficial con sombrero de plato nos saca de nuestras cavilaciones. Pide el visado y entrega un papel con estrictas instrucciones: tenemos tres horas para recorrer los 105 kilómetros que nos separan de Yamdrok, el lago sagrado. Cualquier minuto de más, se paga con una espera al costado de la ruta. El presidente chino y líder del Partido Comunista, Xi Jinping, controla así la identidad y velocidad de los vehículos que transportan extranjeros. La ley no es pareja para todos: autos de alta gama con patente china–Audi, BMW– pasan echando chispas.


Cuando aparecen las primeras banderas de oración, es claro indicio de que llegamos a un sitio sagrado: el Yamdrok, un lago turquesa a 4.400 metros de altura. “A las banderolas las llamamos lungta, caballos del viento, porque esparcen a través del aire el mensaje de Buda y ayudan a las personas a alcanzar el despertar”, explica el guía. Cada tela, que el creyente deposita con una intención, lleva inscriptos pasajes de antiguas escrituras y alternan cinco colores. Son los cuatro elementos de la naturaleza, más el cielo, en azul.

Estas mismas banderas flanquean los techos de los antiguos poblados, viviendas de piedra con murales de bosta de vaca, que se secan al sol y luego sirven como combustible para las calderas. Pero nuestros caballos de viento no están solos en el transparente cielo del Himalaya: compiten con los estandartes chinos –rojos con estrellas doradas–, que el Gobierno de Beijing obliga a colocar, bajo pena de castigo.


Tras hacer noche en Shigatse, capital de Tsang, partimos rumbo a Rongbuk, un antiguo monasterio de la secta ñingma, “los antiguos”, a pocos kilómetros del campo base del Everest. Por la mañana, el sol refleja en las nubes más altas y entonces el pico más alto del mundo parece prenderse fuego.


Regresamos a Lhasa, tras pasar por Gyansé, con su castillo y monasterio amurallado. Un monumento recuerda la victoria de los tibetanos ante los ingleses, en 1904, cuando éstos trataron de anexar el sur de Tíbet. Los británicos ya habían colonizado la India y esta región les servía de barrera contra los rusos. Hoy sin embargo, el principal recurso es el agua, siendo la reserva más grande del planeta.

En el camino, paramos en un antiguo poblado, donde Saymu, “la última hija”, alimentaba las cabras de su corral. “Antes de los han –dice, en alusión a los chinos–, trabajábamos como burros para aristocráticos y monasterios”. La campesina, de rasgos similares a las cholas bolivianas, simpatiza con el país vecino, porque ellos trajeron la modernidad: escuelas, salud, carreteras. “Por ahora, nos dejan conservar nuestras tierras”, agrega. La otra cara de la moneda.


Esquivando una majada de ovejas, retomamos la ruta para avanzar hacia el Tíbet profundo, donde los estandartes chinos comienzan a escasear, hasta desaparecer. Entonces, desde lo alto de los tejados, sólo cabalgan los caballos de viento, con banderas de cinco colores, esparciendo sus mensajes de salvación. Una resistencia silenciosa amparada por el cielo.

La nueva fórmula 

Ya de vuelta en Lhasa, ciudad prohibida y musical, peregrinos rodean un templo de techos dorados, cantando sus mantras. Es el Palacio de Potala, antigua residencia de los Dalai Lamas, excepto del actual, exiliado en  India. Lejos de las cámaras de seguridad, Pemba reconoce que quisiera salir de su país, pero no puede. Para conseguir el permiso debería casarse con una extranjera y, de ser así, visitaría la actual residencia del Dalai.

Tres detalles llaman la atención en este Vaticano de los budistas, y quizás sean signos de los nuevos tiempos, de cómo Tíbet lidia con un mundo, ni plano ni redondo, sino hiperconectado: una viejita corrige su renguera con un bastón de trekking. A pocos metros, un monje se cubre del frío con una campera de montañista Noth Face. Y más acá, un campesino baja alegremente las escaleras con zapatillas Nike, último modelo.

Al principio estas escenas parecen desencajar en la cápsula del tiempo. Sin embargo, quien sabe, quizás sea la fórmula de un mundo nuevo, donde lo sagrado y lo profano, lo moderno y lo antiguo, puedan convivir en paz. Un avance, a tranco lento, hacia el futuro donde los monjes comerán Big Mac y, Dios quiera, los chinos puedan detener sus autos de alta gama y sentarse a meditar.




miércoles, 20 de septiembre de 2017

Lunes de sol en Katmandú. En el camino que serpentea hacia Nuevo Naikap, los vecinos se preparan para celebrar el aniversario de los dos integrantes más antiguos del barrio. Las mujeres se han puesto sus mejores túnicas que cubren sus hombros a la altura de la cintura: los saris. Y los hombres de la casta más alta, los brahmanes, están listos para dibujar un tercer ojo entre las cejas de los creyentes, en señal de protección.

Los cumpleañeros han sido vestidos con sedas rojas, amarillas y bordó. En sus troncos, las telas. En sus copas, ramas con hojas verdes. Bien digo troncos y copas: por las venas de los festejantes no circula sangre sino savia. En este templo dedicado al dios Siva, del noroeste de la capital de Nepal, todo es sagrado y todo merece celebrarse, incluso la antigüedad de los dos árboles más viejos del barrio. Un festejo con las mismas galas que un cumpleaños de 15 en Occidente. 

En esta zona remota del Asia central, la espiritualidad se respira 24 horas. Todo ser vivo es parte de Dios y digno de ser respetado. Las vacas andan libres por la ruta, provocando caos de tránsito, sin que nadie se digne a apartarlas. Son protectoras de los más de 300 millones de dioses hindúes. 



miércoles, 1 de febrero de 2017

¿Te imaginas despertando con el canto de pájaros de picos multicolores? ¿Y si el patio de tu casa fuera un río por donde nadan delfines rosados y anacondas capaces de devorarse hombres y mujeres? ¿Qué tal si en lugar de una farmacia recurrieras a las plantas medicinales que crecen en el jardín?
Robinson Alexander Gualinga, 29 años, no necesitaba imaginarlo: él lo vivió. El joven recepcionista del hotel Flor de Oriente –escasa estatura y ojos alargados- se crió hasta los 11 en la comunidad Sarayaku, en el centro del Amazonas ecuatoriano. Con cara de dormido, abrió la puerta de madrugada en el hospedaje de Baños de Agua Santa, a 176 kilómetros de Quito.
“Antes de mis 11 años, mi vida fue más natural. Al momento de cada comida, íbamos de caza o pesca. Teníamos chacras en las que cultivábamos plátano, yuca y frutas, rodeados de animales comestibles. Éramos muy unidos. Comíamos todos de un solo plato grande”, contó Robinson, cuyo nombre en quechua es kuichig y significa arcoíris.
Su abuelo había sido chamán, de los buenos, quien autorizaba a los jóvenes a salir de cacería y bebía el wandung, una pócima alucinógena con la que entraba en trance y sanaba a los enfermos. Entonces comenzó una rivalidad entre las familias vecinas. Le tenían envidia. “Murió envenenado en nuestros brazos”.
Robinson contó que cuando su abuelo falleció una paloma blanca salió de su cuerpo. Que el ave se posó sobre el hombro de quien había sido su amigo. “Él fue quien lo sucedió”.
Aquella noche de octubre, escuchamos sobre la cola de caballo y la verbena, plantas medicinales que curan el resfrío y las infecciones de piel. Quizás conservando el poder de su abuelo, Robinson logró hechizarnos. “No se van a arrepentir de conocer la selva”, dijo.
Al día siguiente, tomamos un colectivo impregnado de olor a fritura, frutas tropicales y sudor. Viajamos 137 kilómetros en cinco horas hasta Puerto Napo. Y de allí, veinte minutos más hasta Misahualli, puerta de entrada al Amazonas que se extiende luego por total de 6,1 millones de kilómetros cuadrados.

Uniformados
La humedad, esa antipática anfitriona, nos recibió de un puñetazo: aquí llueve entre dos y cuatro mil milímetros al año.
En una playa de arena blanca habitada por monos, tomamos un bote a motor: especie de canoa con parasol. La conducían dos hermanos que sólo hablaban quechua, y fueron atravesando las amarronadas aguas del río Napo, que recorre 1.075 kilómetros y desemboca en el Amazonas.


La vegetación se abría paso a lo ancho, con hojas del tamaño de un abanico. Y hacia lo alto, en árboles y palmas que anidaban aves chillonas. Una horda de mosquitos atacaba directo en las pantorrillas.
Al cabo de 15 minutos, niños y jóvenes aparecieron en la costa. Uno de ellos, desnudo y panzón intentaba pescar algo. Más allá, una mujer lavaba la ropa, señal inequívoca de que habíamos llegado a destino.
Un cartel de madera daba la bienvenida en tres idiomas, a la Comunidad Quechua Unión Muyuna, que conforman 28 familias.
Un joven de ambo azul cortado a las rodillas y cuentas de semillas en el cuello nos condujo hacia una choza de paredes de caña y techo a dos aguas de hojas de palma. Cuatro músicos con idéntico atuendo y tres mujeres de polleras de paja y corpiños de corteza de coco emitían un canto gutural, que parecía un lamento. Una pareja de ecuatorianos y un perro caniche miraban sentados el espectáculo.
Por primera vez en español, un hombre de mediana edad nos explicó el proceso de producción de chicha. “Nuestras abuelas fermentaban la yuca masticándola un minuto y medio. Ahora recurrimos al camote, un tubérculo dulce”.


En una choza adyacente, el chamán ofrecía “una limpia”. Llevaba el mismo ambo azul, con más guardas dibujadas y en la cabeza una vincha con plumas. El turista aceptó y se sentó en una banqueta. El curandero recitó una canción en quechua, mientras pegaba latigazos al aire, por encima del creyente, con una rama de hojas secas. Para terminar, escupió sobre la cabeza. Y listo. Libre de toda maldad.
Al regresar a la canoa, un joven veía tele en un Smart de 45 pulgadas. Y una mujer sentada sobre sus talones preparaba pescado ahumado, envuelto en hojas llamadas “bijao”.


Música del planeta
En el colectivo de regreso, rastreé en google la comunidad que habíamos visitado. Resultó que tenían página web en la que promocionaban un turismo comunitario.
Ya de vuelta en Baños, contamos a Robinson nuestra frustración. Que esperábamos encontrar una comunidad al margen de toda civilización. “Para conocer las tribus más autóctonas, necesitan 15 días”, advirtió.
Me despedí del recepcionista y pregunté si volvería a la selva. “Sólo por el día –respondió-. Desde que murió mi abuelo, no hay quien marque el rumbo a mi familia”.
Al llegar a casa pensé que a final de cuentas no hacía falta irse tan lejos para sentirse en el Amazonas. Basta con llegar de madrugada y tocar el timbre de un viejo hotel. Ese vergel desprovisto de toda civilización estará presente, ahí, para todo aquel que se atreva a pensar que los helicópteros nunca volarán como los alguaciles.
Las cosas, selva adentro y selva afuera, son parte de la misma música que hace girar el planeta. 









































viernes, 5 de febrero de 2016

A veces es sólo cuestión de sueños. De saber identificarlos y poder ir hacia allá. Durante sus 33 años de vida, Nicazio Pacco Condori siempre ansió lo mismo: conocer la cuna de sus ancestros. La fuente de sabiduría para su civilización. Siempre quiso visitar Machu Picchu.

Pero nunca pudo costearse la entrada, pese a que para los peruanos el precio es más bajo en comparación con un extranjero. Contradicciones de la vida: al santuario lo visitan turistas de todas partes del mundo, pero permanece inaccesible para los pobladores del Valle Sagrado.

Este hombre, de mirada que se enciende de la emoción por su tierra,  habita en Paruparu, una comunidad ubicada a 15 kilómetros de Pisaq. Antiguamente, Machu Picchu era destino de peregrinos, durante la cultura quechua, en el siglo 16. Los creyentes partían desde Cusco, para ver la tierra de sus emperadores, los Incas, y pasaban por el poblado de Nicazio.

Hoy los cuatro días en que dura el Camino del Inca parten desde Ollantaytambo. El valor de la travesía ronda los 400 dólares, un monto inaccesible para Nicazio y los miembros de su comunidad. Por eso pronto
se dio cuenta de que existía un camino más corto para cumplir su sueño: convertirse en porteador. Cuatro miembros de su familia (Zenón, Damián, Francisco y el gurrumino Javier, de apenas 22 años) ya lo habían intentado.
Aquel 20 de marzo de 2015, Nicazio Pacco Condori estaba decidido a hacer historia. A las 7.30 de la mañana, tomó la traffic que lo conduciría derecho y sin escalas hacia su sueño. 

Con el ADN de los chasquis 
Antes de continuar con nuestra historia, tengo que hacer un parate para contarte qué significa ser un porteador. Ponete cómodo y prestá atención. Una visión simplista podría decir que son aquellos que acarrean con el peso de los turistas durante los cuatro días del Camino del Inca. Los que llevan garrafas, carpas, sillas y mesas, ollas y víveres por un límite de 25 kilos sobre la espalda, según estableció el Estado peruano.

Pero quien entable conversación con estos maravillosos seres, sabrá que ser porteador es mucho más que eso. Es encarnar el rol de sus antepasados: los chasquis. Ellos eran los que 
recorrían en postas los distintos poblados del Imperio Inca o Tawantinsuyo, que comenzaba en Huaca (Ecuador) y terminaba en Santiago de Chile.

Pasa que los Incas no acallaban las civilizaciones que formaban parte de su imperio. Pero sí pedían un porcentaje de su producción. ¡Menudo comienzo del capitalismo! Los chasquis recorrían cada uno de los caminos que integraban la red vial o Qapac Ñan transportando valiosa información. El ganado que crió tal poblado, los granos que cosecharon aquellos, cuánto corresponde a los reyes: todo lo computaban en los quipus, especies de ábacos formados con sogas anudadas.

Sí señores, los muslos de los actuales porteadores comparten ADN con las piernas de sus antepasados los chasquis.

Una torre de Babel
La traffic transportó a Nicazio desde Paruparu hasta Ollantaytambo. En el vehículo también estaban los otros cinco integrantes de su familia que iban a participar como porteadores de la expedición, excepto Damián que sería el chef y coordinador. Pero en el móvil además había gente extraña que hablaba distintos idiomas. Como si fuese una torre de Babel.

Fabian Gämperle, un suizo de 20 años; los amigos alemanes Simon Paulus y Oliver Kemper; una altísima chica holandesa, Dorieke Adema, de 23 años; y los latinos Audomar Venancio y quien escribe. También estaba Lizandro, el guía del grupo, quien aclaró que marzo era mes de lluvias. "La mejor época para realizar el Camino del Inca es julio porque coincide con el solsticio de invierno y el inicio de las celebraciones de la Pachamama", afirmó.

Cuando la traffic paró en Ollantaytambo eran las 8.30. Nicazio vio cómo los turistas se embadurnaban la cara con protector solar, estiraban sus piernas y ataban los cordones de aparatosas botas de trekking. Él apenas si llevaba unas gastadas sandalias de tiras cuero marrón. Mientras esperaba su turno para comenzar, en el puesto de control de Piscacucho, escuchó la primera explicación del guía Lizandro:

Cuando los españoles llegaron con sus bestias aladas y sus bolas de fuego a imponer con sangre su cultura, los Incas destruyeron los caminos hacia el templo sagrado, para que los colonizadores no lo pudieran encontrar. No fue sino hasta principios de 1.900 cuando un investigador de la Universidad de Yale, Hiram Bingham, se adentró por la selva. Y con el dato de dos familias, la de Anacleto Álvarez y de Toribio Richarte, llegó al corazón de la civilización. Dicen que también se manoteó varias reliquias.

Un agente de frontera estampó un sello en los pasaportes de los turistas. Clara señal de largada. Nicazio se calzó la mochila, sintiéndola pinchar directamente en sus riñones. Cuando traspasó el cartel que anunciaba el camino en inglés “Inka trail”, dio por comenzada su aventura.

Un trabajo es un trabajo
Los primeros cinco kilómetros le sirvieron de aclimatación. El paisaje alternaba verdes cuestas con arroyos cristalinos. De tanto en cuanto, su tío Damián preguntaba cómo se sentía. “Matadito, pero hay que acostumbrarse”, repetía casi como un mantra.

Tras dos horas de caminata a paso firme y apurado, llegaron a Llaqtapata, primer antiguo poblado que significa “Punto en el pueblo”. A la sombra de un árbol bebió un vaso de chicha morada. Y alcanzó a escuchar nuevas palabras del guía, que venía por detrás.

Desde lo alto del Llaqtapata se puede vislumbrar la magnificencia con la que fue edificada esta ciudadela. Las construcciones miran siempre hacia el este y se edifican en forma de terrazas, para evitar desmoronamientos. Se respeta la geografía del lugar, así como la montaña que se conserva intacta en su tamaño y forma. Aquellas estructuras circulares que miran hacia la salida del sol, son posiblemente un templo.


Nuestro personaje estrella retomó el camino y transitó otros siete kilómetros en dos horas y media. Así llegó a Wayllabamba, donde armarían campamento a 3000 metros sobre el nivel del mar. Los cinco integrantes de la familia Pacco Condori desarmaron las mochilas y se dispusieron a armar las carpas. La comitiva de turistas llegó minutos después. Durante esa tarea, una mujer de unos 30 años se acercó. Dijo llamarse Natalia y se presentó como periodista argentina. “Dejame que te ayude”, pidió la mujer.

Al comienzo, Nicazio se ruborizó. Ella le explicó que no estaba acostumbrada a que la sirvieran de ese modo. Quería colaborar. Aunque tímido, se dejó ayudar. Una vez armado el campamento, la chica se puso a conversar en la mesa de los porteadores. Llevaba una libreta roja en la mano.
– ¿Cómo es eso de cargar con tanto peso sobre las espaldas?–, preguntó.
– Ya estamos acostumbrados. Nuestros padres nos transmitieron el oficio de agricultor. En el campo, llevamos todo en la espalda. Habas, maíz, papas. Allá sufrimos más el peso, porque no tenemos descanso. A veces cargamos hasta 100 kilos para terminar rápido. Pero tenemos la ventaja de ser nuestros propios patrones–, contó Nicazio.
–En el campo ganamos poco. Producimos cebada, trigo, ulluco. Criamos vacas, chanchos, ovejas, cui. Pero si quieres mandar a tus chicos a la escuela, tienes que vivir del turismo. No nos quejamos. Un trabajo es un trabajo–, agregó Zenón.

Comenzaba a atardecer en el primer día del Camino del Inca. Damián se calzó el gorro blanco de cocinero y empezó con la merienda: mate de coca, maíz inflado y papas dulces tostadas. Para la noche, adelantó el menú: sopa de maíz molido, guiso de carne, papa y tomate. Para terminar, panqueques con dulce de leche (aquí le llaman manjar) y chicha morada.
Por la noche, una lluvia torrencial arremetió contra las carpas.

Run into the hills
El segundo día fue el más complicado para Nicazio. No sólo por la cantidad de kilómetros recorridos (nueve en cinco horas y media). Fue durísimo por la altura. Con el mismo peso de siempre, ascendió los 4.200 metros sobre el nivel del mar para contemplar la cima del Warmiwañusca. A su izquierda, el imponente Salkantay: montaña, volcán y Apu al mismo tiempo.

En el camino se acordó de su esposa, una artesana que conoció en el Mercado de Pisaq. Y de su hijo. Pidió fuerzas a los Apus y continuó cargando carpas, garrafas y varios litros de agua. Una vez llegada a la cima, armó una mesa con seis banquitos. Damián preparó mate de coca y maíz inflado con sal. Estaba atardeciendo cuando llegó el primer integrante del grupo: el alemán Oliver Kemper venía tarareando una canción de Iron Maiden: Run into the hills.

A paso lento y con las últimas bocanadas de aire llegó el último: el brasileño Audomar. El grupo se sentó a merendar. Y en la cima se escucharon un par de cánticos de cancha. Eran argentinos que habían logrado ascender. Con camisetas de fútbol gritaban: “Olé olé olé. Llegué, llegué”. Uno de ellos llevaba una remera de Boca.
–¿Alguna vez tuvieron que cargar a alguno de estos?–, preguntó la periodista.
–Já!–, contestó Zenón. –A mí me tocó bajar una gorda de 80 kilos en camilla. Le había dado mal de altura. No te imaginas cómo me aplastaba los riñones–.

Una vez acabada la merienda, Lizandro se paró de golpe. Con tono solemne, pidió a los turistas que lo siguieran. Terminó de subir lo que quedaba de la cuesta y se posó justo al lado de un montoncito hecho con piedras. Era un altar.
“Vamos a hacer una ofrenda a los dioses. Les pido que saquen tres hojas de coca y repitan conmigo”. Tomó las hierbas y sopló tres veces hacia el este. Repitió lo mismo en dirección opuesta. “Apu, apu, Salkantay”, recitó cerrando los ojos. La piel se te erizaba como por arte de magia.

Un camino sin peso
Tal como pronosticó el guía Lizandro, el tercer día amaneció lluvioso. Los caminos, humedecidos. Pese a que el Estado provee modernas botas de trekking a los porteadores, ellos prefieren las sandalias. Más tarde, Francisco contará que las eligen para andar más livianos. “Es lo más cómodos porque si no, el riñón se te malogra”.
Dos especies se distinguen en los primeros cuatro kilómetros lluviosos rumbo a las ruinas de Sayacmarca. Por un lado, los turistas que sudan la gota gorda. Portan litros de agua, bastones de trekking y botas de última generación. Por otro, los saltimbanquis porteadores traspasan a los primeros, con sus sandalias que no patinan, a increíble velocidad. Parecen nunca cansarse, pero se agitan y de tanto descansan masticando unas hojas de coca.

Las primeras ruinas comienzan a aparecer. Es señal de que pronto llegaremos a destino. Las increíbles Phuyupatamarca y Wiñayhuayna, a cuatro y siete kilómetros de distancia, respectivamente. En estas últimas se abre un camino que serpentea hasta el campamento donde se montarán las carpas por última vez.
Divisar ese sendero, en forma zigzagueante, es como tocar el cielo con las manos. Es estar en la gloria, porque lo que falta es muy poco. 
Una fila de turistas se la vio sentados contemplando el paisaje. Nicazio respiró y sintió que semejante esfuerzo había valido la pena.

Por la noche, la despedida. El cocinero Damián preparó una torta con glasé multicolor. Sólo cinco kilómetros restaban para llegar a las ruinas, que se harían al día siguiente sin el peso de las carpas. En la última cena, una chicha morada te hacía decir boludeces.

Cuando los turistas terminaron de comer, Nicazio levantó los platos en silencio. En eso, uno de los turistas pregunta si el esfuerzo había valido la pena. A lo que él contestó, sin levantar la vista: “Gracias a la Pacha que nos dejó llegar a destino. Porque un solo dios tenemos, que es la tierra. Sin ella, no tendríamos producción”.

Al filo de la última noche, la periodista argentina escribía estas palabras en su cuadernito rojo:


Porque todo lo que empieza acaba puedo decir que se ha terminado una de las más hermosas experiencias de mi vida. Machu Picchu fue un camino más que una llegada. Un peregrinar. Un andar por la vida libre y sin miedos.
Comencé este viaje pidiendo a los Apus que se llevaran lejos mi terrible necesidad de controlarlo todo. Hoy mi vida completa se la entrego a los dioses, que habitan estas montañas sagradas. Eso me hace amarlas aún más.
Cómo no ansiar viajar. Cómo no amar sentirse libre, aunque sea tan sólo tres semanas al año. Aunque tenga que dormir tres noches en carpa y terminar oliendo a perro mojado. Hoy puedo decir que no hay forma de llegar a destino sino sin peso, sin carga ni culpas. Dejando el alma en cada salida. 
Apu apu Salkantay. 



Quienes quieran visitar la comunidad de Paruparu podrán compartir la estadía de una tarde en el Parque de la Papa. Los interesados pueden contactarse con la familia Pacco Condori al 974437567 o al 950640852.

Los interesados en realizar el Camino del Inca, pueden contactarse con la Agencia de Turismo Pumas Trek Perú que está ubicada en el Portal Comercio 141 oficina 4, segundo piso. O a los teléfonos (084) 256044 984672222. Pueden visitar la página www.pumastrekperu.net o escribir al mail pumastrekperu@hotmail.com

Para alojamientos en Cusco, nada mejor que el hostel Kokopelli. Escriban de mi parte a cusco@hostelkokopelli.com

domingo, 10 de enero de 2016

A simple vista, el antiguo cementerio del Champaquí parece un puesto abandonado. Un conjunto de piedras perfectamente ensambladas rodean el perímetro del camposanto. Adentro, las tumbas más antiguas están identificadas con una cruz herrumbrada. Las más viejas son de 1941. Las más modernas tienen nichos de cementos con fotos, placas de bronce y flores de plástico rojas. Los apellidos de los difuntos se repiten: Olguín, Pino, Merlo, Domínguez, González y pará de contar. De tanto en tanto, una mata de yuyos verdes corta con el gris del pedregal.
Osvaldo González, hijo de puesteros tradicionales, nos guía por el antiguo
cementerio. Foto: Mariano Paiz

Quien no esté apurado y tenga un mínimo ojo suspicaz, podrá darse cuenta de que por fuera del camposanto existe otro rectángulo más pequeño. También formado por piedras, el cubículo se ubica entre el cementerio viejo y el costado este del cerro La Mesilla.
Aquí yace Chichi Olguín, hijo del puestero Raúl Olguín, protagonista de una de las historias más tristes que se recuerden en la zona. Era muy joven cuando decidió quitarse la vida, tirándose por un precipicio. Más joven todavía cuando mató a su hermano de una cuchillada. Pero a criterio de los serranos, aunque haya sido chico para discernir, no merece ser enterrado dentro del camposanto. Debe permanecer afuera para no alterar a las almas que fueron bendecidas por Dios.
Todo comenzó una mañana de enero de 1979. En la casa del finado Oscar Torres, los perros empezaron a torear. Cuatro golpes secos sonaron en la puerta. Cuando el puestero abrió, se encontró con la cara pálida de su sobrino. Era Chichi Olguín que venía a pedirle un favor:
–Vaya tío a verla a la mamá. Está muy mal. Peleamos con el Titi y lo maté. Voy a presentarme a la Policía.
–¿Qué pasó? ¿Cómo fue?
–Discúlpeme tío. Me voy ya.
El joven disparó hacia la cuesta y enfiló para el cerro que se conoce como “Finado Merlo”, en honor a un antiguo puestero. Fue dejando rastros en el camino. Primero arrojó su peine. Continuó con su flauta. Más allá su saco y terminó con la bufanda. Se arrojó por el precipicio y cayó parado. Las botas se le clavaron en la tierra.
Durante 25 días seguidos, los 16 puesteros salieron a buscar al Chichi. No podían hallar el cuerpo. Las señoritas tenían miedo de salir por la noche. Se decía que el alma del joven andaba vagando por ahí. Cuando ya todos bajaron los brazos, Jorge Pereyra (hijo de la partera Rosario) divisó una bandada de caranchos que rondaba en uno de los pastizales. Volvió a casa de su madre que por ese entonces ya vivía con Marcos y le dijo:
 “Creo que lo vi al Chichi. Está en el precipicio, debajo del cerro Finado Merlo”.
Al día siguiente, alguien golpeó las manos en la casa de don Marcos. Otra vez los perros comenzaron a torear. Era Oscar Torres que había venido desde su puesto corriendo como lo hacía siempre: con las manos hacia atrás. Saludó a Domínguez con un abrazo y dos besos.
–El perro mío comió anoche algo. A mí me parece que tiene que haber hallado al Chichi. No era olor a carne de animal.
–Estás loco.
–Vine a ver si me acompañás a buscarlo.
–¿Qué hiciste con el perro?
–Lo tengo atado.
–Bueno vamos.
Y ahí partieron Oscar, Marcos y Jorge rumbo al cerro Finado Merlo, que a juzgar por lo que hallarían más tarde pasó a llamarse Finado Chichi. Una larga cabellera negra y crespa lo identificó al instante. No había más rasgos que se pudieran distinguir. El cuerpo estaba desgarrado por los caranchos. El olor nauseabundo provocaba arcadas en el pastizal. En algunos sectores sólo se divisaban los huesos. Se notaba que no había muerto al instante. Había caído y luego arrastrado en busca de una sombra. En uno de los aleros había enterrado su cuchillo.
El puesto de los Olguín, que supo ser epicentro de festejos, quedó abandonado durante mucho tiempo con los muebles y el resto de las pertenencias. Celestina del Rosario Torres, esposa de Raúl y mamá de los dos chicos, falleció el 5 de febrero de 1992. Desde ese día descansa en el camposanto del Champaquí. Pegadito está su esposo y su hijo Titi. Afuera se quedó el Chichi.

La tumba de Chichi, por fuera del cementerio, recuerda que no merece
la gracia de Dios. Foto: Mariano Paiz




sábado, 22 de agosto de 2015

Quizás en nuestros trabajos podamos adueñarnos del destino. Pero cuando estamos en otra parte del mundo, tenemos que estar listos para dejarnos llevar. Hay que animarse a perder el control. Y eso es lo más lindo de la travesía: entregarnos a lo que tengamos que vivir. Perdernos en la ciudad sin mapa ni relojes. Así fue cómo conocí a Teresa, la cantinera estrella del Mercado de San Pedro, en Cusco.  



Venía de un viaje de estómago revuelto y hombros cansados de cargar la mochila. Era una mañana de marzo en la que tomé rumbo hacia el mercado más popular de Cusco. Ya me habían hablado de los licuados, mezcla de frutos de estación que se eligen ahí mismo en los mostradores.
Caminé por calle Tupac Amaru e ingresé directo por la puerta cinco. Allí donde un letrero amenazaba: “Amigo de lo ajeno: prohibido el ingreso al mercado bajo pena de arresto y golpiza”.
Y ahí estaba ella. Sostenía su generosa humanidad en una pequeña banqueta de madera, detrás de un mostrador que actuaba además de barra para los lugareños. Del lado de adentro, se cocían guisos en gigantescas ollas de metal. La fuerza de la ebullición hacía mover las tapas y despedía un sabroso aroma a sopa de abuela.
Digo abuela porque es común que estando lejos uno asocie rostros, sonidos o situaciones a personas que fueron importantes. Es como una forma de evitar el desarraigo. Mi abuela Corina se me vino a la mente apenas conocí a Teresa.

Su discurso -plagado de diminutivos y una entonación cantadita- otorgaban ese aire de abuela dulce a esta mujer de 70 años. Cuando la conocí, pelaba papas en el banquito de madera. Nunca vi a nadie trabajar a una velocidad similar, excepto por mi madre cuando despellejaba las perdices que mi papá cazaba en el campo. Otra vez el recuerdo familiar. Hace tiempo que estaba lejos de casa.
Del otro lado de la barra, su hija Norma cortaba una calabaza en trozos. Era un vegetal blanco, parecido a un melón, sólo que gigantesco. Llevando la sartén por el mango, enumeró los ingredientes de la receta milagrosa. Primero se hierven unos trozos de cordero, junto con el ajo machacado. Si la carne está muy dura, se pasa a una olla a presión. Luego se agregan las verduras: calabaza, papa, zanahoria, apio, repollito y chauchas (“lo de adentrito se come”). El toque final está dado por dos especias andinas: el huacatay y la asnapa, una mezcla de hierbas aromáticas.
“Es increíble que en Argentina, con todo el campo que tienen, sólo siembren soja. Las frutas y los vegetales son fundamentales para nuestros hijos. Los peruanos le damos mucha importancia a la nutrición. Por eso los McDonalds aquí nunca han funcionado”, cuenta Norma, ex enfermera que dejó el oficio para pasar más tiempo con su familia y darle una mano a su mamá en el puesto del mercado.
“Amor, amor. Apúrale mamacita. Échale cariño”, ordena Teresa.

A las 12.30 en punto, comienza a agolparse la gente en el mostrador. Vendedores, artesanos, oficinistas o albañiles hacen cola para degustar el mejor chuño de Perú.
-         Por favor, mamacita. Dame un chuñito con poca carne. Es que tengo un diente flojo-, pide una chola con sombrero y falda bordada.
-         ¿Me pasas el rocoto?-, ordena un viejito de gorra y lentes oscuros.
-         Ya papacito-, contesta Norma. 

 
Uno a uno va degustando su chuño, a cinco soles cada uno. Y en la barra se ha abierto un debate. Carlos, arqueólogo del Ministerio de Cultura de Cuzco, polemiza con el precio del maíz: “El Valle Sagrado supo ser famoso por tener los mejores granos de la región. Pero cuando se puso de moda la quinoa, los productores orientaron sus esfuerzos al producto que más cotizaba. El precio del maíz de fue por las nubes. Como a tres soles el kilo. Y ahí fue cuando decidimos dejar de comprar. No les quedó otra que bajar el precio”.
Norma asiente con la cabeza: “Somos gente muy unida. Nunca nos quedamos callados. Cuando el boleto del transporte se puso caro, los estudiantes se amotinaron. No dejaron salir los buses de la universidad. A los empresarios no les quedó otra que bajar el precio”.
Con ojos de abuelita, Teresa me ofrece un plato de chuño. Le comento mi malestar estomacal. Lejos de darse por vencida, me pide que regrese en una hora. “Le preparo un macarroncito sin papas. Le va a hacer bien”. Esta vez me pregunta en quechua: 
- ¿Kutimunki?-, (¿Vuelves?).
- Sí-, contesto.
- Suyas aseiqui- (te voy a esperar).
Cómo no volver.

Al puesto de doña Teresa regresé ese día, y el siguiente, y el siguiente. Nunca me cobró.











 
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